Hay días en los que me levanto jovial y llena de energía. Días en los que siento que me llevo el mundo por delante, días en los que no hay nadie más lindo, ni más inteligente, ni en mejor forma que yo. Hace una semana tuve uno de esos días horribles. Y ese día, a las nueve de la mañana, decidí que iría al trabajo en bicicleta.
Algunos meses antes había visto en una revista femenina una nota sobre las calles de París y sus mujeres. Mujeres hermosas, con estilo, con rostros frescos y zapatitos de princesa. Mujeres que, aunque despeinadas, lucían para el infarto. Y quedé impresionada ante una foto en particular: sobre una bicicleta antigua paseaba una muchacha de mi edad, con zapatos y cartera. Me impactó. Me prometí arreglar, no sólo mi bicicleta, sino también mi indumentaria, para lucir espléndida el día que fuera en bicicleta al trabajo.
Por supuesto, el arreglo de la bicicleta tardó mucho más de lo esperado, y en el transcurso en que yo me decidía a cambiarle los gomines (imaginate cuántos años tiene mi bicicleta) llegó la primavera. Y nada mejor que salir a andar en bicicleta un día primaveral, con las plantas llenas de flores, los pajaritos cantando y el solcito pegando, aunque sin violencia, en el rostro.
Así fue que esa mañana me levanté y elegí el outfit ideal para salir a conquistar las calles belgranenses y el barrio de Colegiales. Pero claro, andar en bicicleta en Capital no es algo sencillo, mucho menos para una ramera de alma, vida y corazón.
Se sucedieron en el recorrido innumerables inconvenientes. Paso a nombrar algunos, los que menos vergüenza me generan, para que se den una idea la odisea que tuve que enfrentar:
• Empleo de la reserva de oxígeno. Vivir entre las Barrancas y del Río de la Plata hace que uno esté situado por debajo del resto de Capital Federal. Por ende, de Belgrano a Colegiales el camino es en subida. Todo el tiempo y sin importar el camino que se haya elegido, uno tiene que pedalear como si estuviera subiendo por una sierra cordobesa. Y yo fumo tanto como Laiseca. No hay peor combinación.
• Coquetería inmunda. La cartera, que tan coqueta le quedaba a la chica parisina de la revista, se descuelga del hombro izquierdo exactamente cada dos metros. Este inconveniente es potenciado por el hecho de que en el recorrido, el 95% de las calles tienen adoquines, lo cual nos lleva al siguiente inconveniente.
• Qué lindas las calles porteñas. Los adoquines, que tan pintorescos son, te hacen subir y bajar el desayuno y sentís que el ripio sería mucho mejor. Que para qué querés hacer ejercicio. Que por qué no te tomaste el día. Que en qué momento pensaste que esta estupidez era una buena idea.
• Malditos autos. Los autos no te dejan en paz. He comprobado, con una pena tremenda, que los automovilistas les hacen la vida imposible a los ciclistas. Se enojan si uno se les cruza por delante, se enojan si uno pasa un semáforo en rojo, te gritan si no hiciste señas para doblar, te putean si, sin querer, pasás y les rayás el auto. Yo no entiendo dónde ha quedado esa solidaridad de antaño. Decime vieja, pero en mis tiempos estas cosas no pasaban.
• Como si te hubieras hecho encima. Una semana antes de esta taradez que perpetré, había llovido. Por eso, cuando a mitad de camino (ya no podía volver a casa a llorar porque estaba llegando tardísimo) sentí algo raro en el traste, rápidamente me di cuenta que el asiento de la bicicleta estaba mojado. Imaginate la puteada que pegué.
• Encontrando el rumbo. Yo no entiendo de calles, avenidas, alturas, manos y contramanos. Un recorrido que después repetí en quince minutos, esta primera vez me llevó una hora. Una hora pedaleando, dando vueltas en círculo como la más aburrida de las calesitas. Preguntando nombres de calles y estaciones de tren. Adivinando continuaciones y utilizando, de manera totalmente absurda, el sentido común.
A pesar de todo esto y mucho más, llegué a mi destino. Llegué agotada, transpirada, despeinada y con menos glamour que Wanda Nara. Llegué, sí, pero tuve que tirarme en el sillón de la oficina a descansar mientras tomaba quince litros de agua. Y ahí, tirada, mientras me prendía un cigarrilo, tuve el peor de todos los pensamientos: “Bueno, al final no fue tan terrible. Mañana lo hago de vuelta”. No, si yo soy la hija de la pelotuda.