En casa siempre fuimos fanáticos de Charly García. Por eso, cuando Papá Noel nos trajo a mi y a mis hermanos una entrada para ir a ver la presentación de Say No More, la alegría no nos entraba en el cuerpo. Estábamos emocionadísimos, especialmente yo: era mi primer recital.
El Gran Rex (o el de enfrente) era gigante, pero Papá Noel (que es un ser extremadamente bondadoso) nos había mandado las mejores ubicaciones: fila tres, al medio. Llegamos los tres, y nos sentamos a esperar ansiosos. Me acuerdo como si fuera hoy: yo tenía puesta una chomba rayada de Equilibrium, que en esa época hacía furor.
Las luces se apagaron, empezó a sonar un piano, y se abrió el telón. Se encendió un reflector y ahí estaba. Era él, mi Dios, mi todo, ahí, tan cerquita, tocando con sus manos mágicas. Hermoso. Yo no podía ser más feliz. Hasta se me cayeron algunas lágrimas.
Sin embargo, cuando terminó el primer tema, Charly salió del escenario y no volvió a salir. nadie entendía qué sucedía. Estirábamos cogotes para ver si llegábamos a ver alguna cosa, pero el escenario estaba nuevamente oscuro, nuevamente solitario, más silencioso que nunca.
Unos minutos más tarde, una voz inundó el teatro: "El show de Charly Garcia queda suspendido por decisión del músico. En la boletería se les devolverá el dinero correspondiente. Sepan disculpar".
Nos levantamos despacito y nos dirigimos a la salida. Mi hermana me tomó de la mano, y yo, cada dos pasos, me detenía, me daba vuelta, miraba el escenario con tristeza y enojo, y seguía camino hacia la vida común y ordinaria.
Pero cuando estábamos llegando a la salida, otra vez una voz inundó el teatro, pero no era la del locutor ese feo, malo, mala onda y tira bombas. "Que la inocencia les valga, boludos", dijo esa voz tan particular, tan única, tan de El, tan de mi Dios.
Corrimos hacia el escenario, y escuché el mejor tema de mi vida. Salté y bailé y grité como nunca. Volvía a estar feliz.
Pero era Charly Garcia.
Después de ese tema, rompió un teclado, y salió del escenario para no volver. Nos devolvieron el dinero de las entradas y nos quedamos afuera esperando a mis padres. Y ahí, ese 28 de diciembre, con un calorcito agradable, con mi remera de Equilibrium, pasó mi Dios delante mio, y yo sentí que tocaba el cielo con las manos. Para colmo, me saludó.