martes, 21 de octubre de 2008

Intimidades de antaño

Y ahí, justo en el momento previo, cuando nuestros cuerpos desnudos ya venían rozándose por una larga media hora. Cuando, despeinados, nos decíamos chanchadas al oído, nos acariciábamos y besábamos. Ahí, mientras sonaba Nancy Sinatra con melodías hermosas, cargadas de erotismo y pasión. Ahí. Justo en ese momento, pero te juro que justo justo en ese momento, él se alejó un poquito y me dijo: “Pará que le aviso a mi mamá que no voy a dormir a casa”. ¡Pedazo de pelmazo!

viernes, 17 de octubre de 2008

Vamos de paseo

Hay días en los que me levanto jovial y llena de energía. Días en los que siento que me llevo el mundo por delante, días en los que no hay nadie más lindo, ni más inteligente, ni en mejor forma que yo. Hace una semana tuve uno de esos días horribles. Y ese día, a las nueve de la mañana, decidí que iría al trabajo en bicicleta.

Algunos meses antes había visto en una revista femenina una nota sobre las calles de París y sus mujeres. Mujeres hermosas, con estilo, con rostros frescos y zapatitos de princesa. Mujeres que, aunque despeinadas, lucían para el infarto. Y quedé impresionada ante una foto en particular: sobre una bicicleta antigua paseaba una muchacha de mi edad, con zapatos y cartera. Me impactó. Me prometí arreglar, no sólo mi bicicleta, sino también mi indumentaria, para lucir espléndida el día que fuera en bicicleta al trabajo.

Por supuesto, el arreglo de la bicicleta tardó mucho más de lo esperado, y en el transcurso en que yo me decidía a cambiarle los gomines (imaginate cuántos años tiene mi bicicleta) llegó la primavera. Y nada mejor que salir a andar en bicicleta un día primaveral, con las plantas llenas de flores, los pajaritos cantando y el solcito pegando, aunque sin violencia, en el rostro.
Así fue que esa mañana me levanté y elegí el outfit ideal para salir a conquistar las calles belgranenses y el barrio de Colegiales. Pero claro, andar en bicicleta en Capital no es algo sencillo, mucho menos para una ramera de alma, vida y corazón.

Se sucedieron en el recorrido innumerables inconvenientes. Paso a nombrar algunos, los que menos vergüenza me generan, para que se den una idea la odisea que tuve que enfrentar:

Empleo de la reserva de oxígeno. Vivir entre las Barrancas y del Río de la Plata hace que uno esté situado por debajo del resto de Capital Federal. Por ende, de Belgrano a Colegiales el camino es en subida. Todo el tiempo y sin importar el camino que se haya elegido, uno tiene que pedalear como si estuviera subiendo por una sierra cordobesa. Y yo fumo tanto como Laiseca. No hay peor combinación.
Coquetería inmunda. La cartera, que tan coqueta le quedaba a la chica parisina de la revista, se descuelga del hombro izquierdo exactamente cada dos metros. Este inconveniente es potenciado por el hecho de que en el recorrido, el 95% de las calles tienen adoquines, lo cual nos lleva al siguiente inconveniente.
Qué lindas las calles porteñas. Los adoquines, que tan pintorescos son, te hacen subir y bajar el desayuno y sentís que el ripio sería mucho mejor. Que para qué querés hacer ejercicio. Que por qué no te tomaste el día. Que en qué momento pensaste que esta estupidez era una buena idea.
Malditos autos. Los autos no te dejan en paz. He comprobado, con una pena tremenda, que los automovilistas les hacen la vida imposible a los ciclistas. Se enojan si uno se les cruza por delante, se enojan si uno pasa un semáforo en rojo, te gritan si no hiciste señas para doblar, te putean si, sin querer, pasás y les rayás el auto. Yo no entiendo dónde ha quedado esa solidaridad de antaño. Decime vieja, pero en mis tiempos estas cosas no pasaban.
Como si te hubieras hecho encima. Una semana antes de esta taradez que perpetré, había llovido. Por eso, cuando a mitad de camino (ya no podía volver a casa a llorar porque estaba llegando tardísimo) sentí algo raro en el traste, rápidamente me di cuenta que el asiento de la bicicleta estaba mojado. Imaginate la puteada que pegué.
Encontrando el rumbo. Yo no entiendo de calles, avenidas, alturas, manos y contramanos. Un recorrido que después repetí en quince minutos, esta primera vez me llevó una hora. Una hora pedaleando, dando vueltas en círculo como la más aburrida de las calesitas. Preguntando nombres de calles y estaciones de tren. Adivinando continuaciones y utilizando, de manera totalmente absurda, el sentido común.

A pesar de todo esto y mucho más, llegué a mi destino. Llegué agotada, transpirada, despeinada y con menos glamour que Wanda Nara. Llegué, sí, pero tuve que tirarme en el sillón de la oficina a descansar mientras tomaba quince litros de agua. Y ahí, tirada, mientras me prendía un cigarrilo, tuve el peor de todos los pensamientos: “Bueno, al final no fue tan terrible. Mañana lo hago de vuelta”. No, si yo soy la hija de la pelotuda.

martes, 14 de octubre de 2008

Infierno paradisíaco

Yo lo había anticipado tiempo atrás: el nivel de tolerancia hacia mis compañeritas del gimnasio disminuía a la velocidad de la luz. Habiendo alcanzado el piso, y luego el subsuelo, decidí abandonar el gimnasio.

Como no quería abandonar el deporte, volví a mi primer amor: la natación. Pero volver a la pileta, y de esto me di cuenta el primer día que pisé el vestuario, es también descender al peor de los infiernos: el paraíso de las viejas en bolas.

Yo no sé, realmente, a qué persona se le puede pasar por la cabeza que está bien andar como Dios lo trajo al mundo delante de decenas de desconocidas. Quiero decir, cuando uno está solo en casa no hay nada más placentero que andar desnudo buscando un libro en la biblioteca o un dvd para mirar metido en la cama. No hay libertad más hermosa que sentir el vientito en el cuerpo desnudo y disfrutarlo. Pero seamos sinceros: ¿Cuántos de ustedes andan desnudos en su casa si están sus padres o los amigotes del novio? Ninguno señores. Y esto no es pacatería. Es una simple cuestión de ubicación o desubicación.

Yo estoy segura que las viejas se anotan en la pileta sólo para hacernos sufrir a los ubicados. Ese mundo de desubicadas goza caminando por todo el lugar con todo al aire. Yo digo, si hay cuartitos para cambiarse, si hay duchas con cortinas, ¿por qué necesitan andar en bolas? ¿Qué derecho tiene esa vieja sobre mi, para hacerme ver su concha peluda y sus tetas por la rodilla? ¿Quién le dijo que hacer eso estaba bien? ¿Por qué nadie se les abalanza con una toalla y se la coloca a modo de capita?

De última, y para no quedar tan asquerosamente intolerante, ponele que los cuartitos están ocupados, o que a las duchas se le cayeron todas las cortinas. Bueno, ponele que tenés que cambiarte delante de todas nosotras, que sin querer se te cae la toalla y te vemos un pecho. Bué, está bien, eso puedo aceptarlo. Pero no, estas viejas no se conforman con que veamos un pecho. Estas viejas dejan la toalla en el locker y se sacan la malla, van a la ducha desnudas, no cierran la cortinita mientras se bañan, vuelven al locker y agarran el peine, van hasta el espejo de la otra punta a peinarse. Dejan el peine frente el espejo. Vuelven al locker. Vuelven al espejo a buscar el peine olvidado. Vuelven al locker. Agarran la crema. Vuelven al espejo. Se pasan crema por todo el cuerpo y ponen cara de orgasmo. Vuelven al locker. Agarran el secador de pelo. Recorren el vestuario tratando de encontrar un enchufe. Enchufan. Desenchufan. Van a otro enchufe que acaba de desocuparse y tiene espejo, se secan el cabello, vuelven al locker, al espejo, se ponen desodorante, epejo, locker, peine, crema, se miran, se vuelven a peinar, se secan más el pelo, se hacen una cola de caballo, se la deshacen, locker, espejo, más crema, charla con otras viejas en bolas, peine, locker, espejo, crema, secador, bombacha. O sea, después de todo eso recién se ponen la bombacha. Y al rato el corpiño. Y yo, recién ahí, me tranquilizo.

Se piensan que están en una playa nudista. O que estamos en una quinta swinger. Se piensan que porque el vestuario es como un gran baño pueden hacer de él su paraíso. Yo nunca vi a mi abuela desnuda, y aunque la quiera mucho, de solo pensarlo me da escalofríos. Entonces no entiendo por qué tengo que soportarlas a ellas y su piel arrrugada y fea. Por qué tengo que ver abuelas ajenas desnudas. Que vayan a desnudarse frente a sus nietos. Habrase visto. Bastante tengo con mi propio complejo de ancianidad, como para duplicarlo y suicidarme a los treinta con tal de no llegar a eso. Si sigo viendo viejas en bolas me voy a morir. O no. Mejor las voy a matar a ellas. O no, muchísimo mejor: las voy a enmoñar con raso rojo, las voy a meter en un micro y se las voy a mandar de regalo a Rolando Hanglin. Y a la lona.

sábado, 11 de octubre de 2008

Son etapas

Hace algunos días, mientras hacía la cola en la carnicería, me puse a observar a una chica muy bonita. Tendría unos diecisiete años y estaba caracterizada de “flogger”. La miré unos minutos porque no entendía cómo hacía para ver con todo ese pelo en la cara. Además yo pensaba que los del pelo en la cara eran “emo”. La proliferación de estas categorías hace que yo pierda algún criterio de identificación por las mismas.

Al lado mio había una señora que también la miraba atentamente. Unos segundos más tarde, la chica se acercó hacia la señora y le entregó un paquete de fideos. Eran un par madre/ hija. La chica volvió a alejarse y yo me di vuelta para mirar a la madre.

Madre (con una risita tonta)
¿Vos viste lo que tiene puesto?

Una Ramera
Son etapas.

Más allá del comentario vejestorio, abuelístico y geronte que hice, es cierto que en estas últimas semanas estuve pensando un poco qué le anda pasando a la gente que tanto critica a floggers, emos o cuanto grupo adolescente anda suelto en la calle (o en internet).

Cuando yo era más joven, en Ramos se había puesto de moda ser rollinga o alternativo. Todos, absolutamente todos, habíamos elegido un bando. O tenías puesto un pañuelo hippie y el hachazo en la mitad de la frente, o llevabas puesta una pollera arriba del pantalón y te ibas de excursión a la Bond Street. Nadie nos preguntaba, en ese entonces, cuál era nuestra ideología ni por qué nos vestíamos de tal o cual manera. Mi madre sólo atinaba a reirse un poco de mi ridículo look. Y nada más.

Yo entonces me pregunto, ¿es que todos se olvidaron de su adolescencia? ¿Ninguno de todos estos criticones adoptó alguna moda o se hizo amigos de algún grupo como los rollingas o los alternativos?

Pareciera que ahora nadie usó horrendos pantalones nevados y hombreras. Don Cosme bailaba Tecnotronic. Me lo confesó, orgulloso de sus taradeces adolescentes, mientras me mostraba cómo era el paso. Ahora resulta que nadie bailaba “Provócame” con el pasito que pululaba en todos los boliches. Nadie escuchaba Ace of Base. Nadie usó anteojos de color amarillo o rojo, nadie se puso vestidos bobos ni conjuntos de siré, zuecos o sandalias franciscanas.

Parecen viejos chotos. Me hacen acordar a los abuelos que rezan que todo tiempo pasado fue mejor, que la juventd está perdida, que estos grupos son el cáncer de la sociedad, que no se puede creer tanta estupidez junta. Ahora pareciera ser que todos fuimos inteligentes toda la vida y nunca hicimos tonterías juveniles. Ahora todos se olvidan que en un momento todos quisimos ser parte de Jugate Conmigo. ¡Por favor!

Cuando voy a Ramos veo que ya no quedan flequillos, ni rosarios, ni aros con plumas. Mis rollingas y alternativos ahora son sujetos con trajecitos azul marino, trabajos en bancos y oficinas, camperas con peluche en la capucha y pantalones chupines, botas de lluvia en un día de sol, paseos por Palermo Soho, camisa escocesa, calza y el azul eléctrico, la seriedad a la mañana muy temprano, el cansancio del lunes por la noche, la depresión del domingo por la tarde, el “todo tiempo pasado fue mejor”, “a tu edad yo jugaba con muñecas”, “en el mundo está todo dado vuelta”.

Y qué querés que te diga, yo veo todas esas cosas y me amargo. Pero veo a un “flogger” bailando ese paso dificilísimo y se me dibuja una sonrisa. Qué le voy a hacer. Soy así.

Una cosa más. Para todos aquellos que se preguntan si Cumbio es hombre o mujer, yo les digo: me hacen acordar a mi abuela, que cada vez que veía un hombre con pelo largo preguntaba si era un femenino o un masculino. “¡Pero parecen nenas! ¿Cómo se van a hacer eso en la cabeza?”.