Mi madre es una enferma de la limpieza. O, por lo menos, alguna vez lo fue.
Para ella, hay indicios pequeños pero sustanciosos que informan sobre el nivel de limpieza que hay en un hogar: que el piso esté barrido, el trapo de la cocina limpio y escurrido y la cocina brillante.
Siempre tuvo que luchar conmigo que soy desordenada y vaga. El trapo de mi casa, a pesar de estar sumergido sendas horas en lavandina y detergente, siempre sale manchado y a las dos horas apesta a humedad. Me da una fiaca tremenda limpiar la cocina y cuando lo hago siempre termino rayándola porque le tengo que dar con virulana para sacar las cebollas quemadas y pegadas que hay en las hornallas. Y no sé barrer. Directamente no sé. No entiendo el mecanismo del barrido y envidio a la gente que barre y se lleva al tacho de la basura toda la tierra y migas que había en el piso. A mi me resulta imposible.
Toda la vida mi madre trató de inculcarme el valor de la limpieza en el hogar. Pero yo nunca quise aprender a fondo.
Cuando fuimos por primera vez al departamento de Ramos Mejía, yo tenía cinco años. Estábamos conociéndolo un poco antes de mudarnos. Yo estaba asombrada porque jamás había ido a un edificio, y mucho menos había visto una ciudad desde un quinto piso.
Estábamos mi mamá, mi hermana y yo. Ellas limpiaban y yo observaba la cantidad de edificios que había en nuestro nuevo barrio. Habían llevado mate para tomar en los descansos de la limpieza. Mi mamá tenía una azucarera/yerbera colorada de plástico.
Recuerdo que yo la miraba de lejos y sentía que el objeto me llamaba, reluciente, para que yo fuera a jugar con el. Tardé unos minutos en pensar a qué podía jugar con la azucarera. Hasta que lo descubrí: ba a jugar a Caperucita Roja. Pero solo la parte en que la niña pasea por el bosque y junta frutas con su canasto. Me acerqué al "canasto" y lo tomé, triunfante.
Empecé a saltar por todo el departamento revoleando la supuesta canastita y cantando alguna canción infantil que por suerte ahora no recuerdo. Y entonces sucedió lo fatal.
Mi hermana y mi mamá estaban terminando de limpiar el baño, que era lo último que quedaba sucio. Y entonces, jugando a Caperucita, saltando con el canastito lleno de yerba y azúcar, me tropecé y se me cayó la azucarera. Y se desparramó azúcar. Y yerba. Y el canastito quedó dando vueltas, vacío, en el piso. Vi que mi mamá se asomaba por la puerta del baño. Y supe que moriría.
Recuerdo los ojos de mi madre saliendo de su órbita y la expresión de mi hermana tratando de contener la risa.
Yo me largué a llorar, que siempre fue la solución que adopté a lo largo de mi vida. Mi madre me pegó el grito de mi vida. Y nada más. Fue casi un milagro. Creo que estaba tan contenta por la mudanza que nada podía opacar su felicidad.
Pero las señoras madres, a la hora de ser abuelas, se olvidan se aquellas mañas con las que nos torturaron la vida entera. Hace algunos días vi que mi sobrino estaba con un tupper lleno de fideos caminando por toda mi casa. Las imágenes del episodio Caperucita vinieron a mi cabeza y decidí arrancarle con violencia inusitada el contenedor de su mano. Él, claro, se largó a llorar.
Para ella, hay indicios pequeños pero sustanciosos que informan sobre el nivel de limpieza que hay en un hogar: que el piso esté barrido, el trapo de la cocina limpio y escurrido y la cocina brillante.
Siempre tuvo que luchar conmigo que soy desordenada y vaga. El trapo de mi casa, a pesar de estar sumergido sendas horas en lavandina y detergente, siempre sale manchado y a las dos horas apesta a humedad. Me da una fiaca tremenda limpiar la cocina y cuando lo hago siempre termino rayándola porque le tengo que dar con virulana para sacar las cebollas quemadas y pegadas que hay en las hornallas. Y no sé barrer. Directamente no sé. No entiendo el mecanismo del barrido y envidio a la gente que barre y se lleva al tacho de la basura toda la tierra y migas que había en el piso. A mi me resulta imposible.
Toda la vida mi madre trató de inculcarme el valor de la limpieza en el hogar. Pero yo nunca quise aprender a fondo.
Cuando fuimos por primera vez al departamento de Ramos Mejía, yo tenía cinco años. Estábamos conociéndolo un poco antes de mudarnos. Yo estaba asombrada porque jamás había ido a un edificio, y mucho menos había visto una ciudad desde un quinto piso.
Estábamos mi mamá, mi hermana y yo. Ellas limpiaban y yo observaba la cantidad de edificios que había en nuestro nuevo barrio. Habían llevado mate para tomar en los descansos de la limpieza. Mi mamá tenía una azucarera/yerbera colorada de plástico.
Recuerdo que yo la miraba de lejos y sentía que el objeto me llamaba, reluciente, para que yo fuera a jugar con el. Tardé unos minutos en pensar a qué podía jugar con la azucarera. Hasta que lo descubrí: ba a jugar a Caperucita Roja. Pero solo la parte en que la niña pasea por el bosque y junta frutas con su canasto. Me acerqué al "canasto" y lo tomé, triunfante.
Empecé a saltar por todo el departamento revoleando la supuesta canastita y cantando alguna canción infantil que por suerte ahora no recuerdo. Y entonces sucedió lo fatal.
Mi hermana y mi mamá estaban terminando de limpiar el baño, que era lo último que quedaba sucio. Y entonces, jugando a Caperucita, saltando con el canastito lleno de yerba y azúcar, me tropecé y se me cayó la azucarera. Y se desparramó azúcar. Y yerba. Y el canastito quedó dando vueltas, vacío, en el piso. Vi que mi mamá se asomaba por la puerta del baño. Y supe que moriría.
Recuerdo los ojos de mi madre saliendo de su órbita y la expresión de mi hermana tratando de contener la risa.
Yo me largué a llorar, que siempre fue la solución que adopté a lo largo de mi vida. Mi madre me pegó el grito de mi vida. Y nada más. Fue casi un milagro. Creo que estaba tan contenta por la mudanza que nada podía opacar su felicidad.
Pero las señoras madres, a la hora de ser abuelas, se olvidan se aquellas mañas con las que nos torturaron la vida entera. Hace algunos días vi que mi sobrino estaba con un tupper lleno de fideos caminando por toda mi casa. Las imágenes del episodio Caperucita vinieron a mi cabeza y decidí arrancarle con violencia inusitada el contenedor de su mano. Él, claro, se largó a llorar.
Mamá
¿Por qué le sacás eso?
¿No ves que está jugando?
M. (Una Ramera)
Pero se le puede volcar y va a ensuciar todo.
Mamá
¡Pero es una criatura! ¡Dejalo que ensucie!
¿Por qué le sacás eso?
¿No ves que está jugando?
M. (Una Ramera)
Pero se le puede volcar y va a ensuciar todo.
Mamá
¡Pero es una criatura! ¡Dejalo que ensucie!
Y yo me voy, cabizbaja, pensando. No es justo, no es nada justo.