jueves, 11 de septiembre de 2008

Injusticia abuelar

Mi madre es una enferma de la limpieza. O, por lo menos, alguna vez lo fue.

Para ella, hay indicios pequeños pero sustanciosos que informan sobre el nivel de limpieza que hay en un hogar: que el piso esté barrido, el trapo de la cocina limpio y escurrido y la cocina brillante.

Siempre tuvo que luchar conmigo que soy desordenada y vaga. El trapo de mi casa, a pesar de estar sumergido sendas horas en lavandina y detergente, siempre sale manchado y a las dos horas apesta a humedad. Me da una fiaca tremenda limpiar la cocina y cuando lo hago siempre termino rayándola porque le tengo que dar con virulana para sacar las cebollas quemadas y pegadas que hay en las hornallas. Y no sé barrer. Directamente no sé. No entiendo el mecanismo del barrido y envidio a la gente que barre y se lleva al tacho de la basura toda la tierra y migas que había en el piso. A mi me resulta imposible.

Toda la vida mi madre trató de inculcarme el valor de la limpieza en el hogar. Pero yo nunca quise aprender a fondo.

Cuando fuimos por primera vez al departamento de Ramos Mejía, yo tenía cinco años. Estábamos conociéndolo un poco antes de mudarnos. Yo estaba asombrada porque jamás había ido a un edificio, y mucho menos había visto una ciudad desde un quinto piso.

Estábamos mi mamá, mi hermana y yo. Ellas limpiaban y yo observaba la cantidad de edificios que había en nuestro nuevo barrio. Habían llevado mate para tomar en los descansos de la limpieza. Mi mamá tenía una azucarera/yerbera colorada de plástico.

Recuerdo que yo la miraba de lejos y sentía que el objeto me llamaba, reluciente, para que yo fuera a jugar con el. Tardé unos minutos en pensar a qué podía jugar con la azucarera. Hasta que lo descubrí: ba a jugar a Caperucita Roja. Pero solo la parte en que la niña pasea por el bosque y junta frutas con su canasto. Me acerqué al "canasto" y lo tomé, triunfante.

Empecé a saltar por todo el departamento revoleando la supuesta canastita y cantando alguna canción infantil que por suerte ahora no recuerdo. Y entonces sucedió lo fatal.

Mi hermana y mi mamá estaban terminando de limpiar el baño, que era lo último que quedaba sucio. Y entonces, jugando a Caperucita, saltando con el canastito lleno de yerba y azúcar, me tropecé y se me cayó la azucarera. Y se desparramó azúcar. Y yerba. Y el canastito quedó dando vueltas, vacío, en el piso. Vi que mi mamá se asomaba por la puerta del baño. Y supe que moriría.

Recuerdo los ojos de mi madre saliendo de su órbita y la expresión de mi hermana tratando de contener la risa.

Yo me largué a llorar, que siempre fue la solución que adopté a lo largo de mi vida. Mi madre me pegó el grito de mi vida. Y nada más. Fue casi un milagro. Creo que estaba tan contenta por la mudanza que nada podía opacar su felicidad.

Pero las señoras madres, a la hora de ser abuelas, se olvidan se aquellas mañas con las que nos torturaron la vida entera. Hace algunos días vi que mi sobrino estaba con un tupper lleno de fideos caminando por toda mi casa. Las imágenes del episodio Caperucita vinieron a mi cabeza y decidí arrancarle con violencia inusitada el contenedor de su mano. Él, claro, se largó a llorar.

Mamá
¿Por qué le sacás eso?
¿No ves que está jugando?

M. (Una Ramera)
Pero se le puede volcar y va a ensuciar todo.

Mamá
¡Pero es una criatura! ¡Dejalo que ensucie!

Y yo me voy, cabizbaja, pensando. No es justo, no es nada justo.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Una perla Rastrojera

Fijate por favor, qué lindos quedan los Rastrojeros en la puerta del MALBA.

Y fijate ahora, ese que está ahí, que muere por salir en la foto, ese es el señor que vive conmigo.

Foto. Claudio Herdener.

viernes, 5 de septiembre de 2008

La muchacha de las monedas

Los principios de mes son muy complicados a nivel monetario.

Sin embargo, cada vez que tengo que ir a pagar alguna factura al PF que hay a la vuelta de mi casa, yo me pongo contenta.

Y es que la señora que atiende es tan pero tan pero tan buena, que si le pagás una cuenta de $1 con un billete de $100 empieza a contar el cambio para darte el vuelto sin hacer ni una mueca de antipatía.

Y si encima le pedís el favor de que te de algunas monedas, saca de su cajoncito montones de pilas a estrenar y te da $97 en reliquias para el colectivo.

Y aparte, para terminar, y mientras te da TODAS esas monedas, te pide perdón porque no puede darte $99, se pone colorada, y te da un billete de $2.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Crónica de un cumpleaños angustioso

Domingo 31 de agosto de 2008

00 hs. En el medio de una película divertidísima y una picada exquisita, miro atentamente al señor que vive conmigo. No registra mi mirada. Me angustio.

00:05 hs. Vuelvo a mirar al señor que vive conmigo. “Qué”, me dice. No le contesto. Me levanto, agarro el reloj despertador y se lo revoleo. “¡Feliz cumple! Ahora ya estás vieja”. Me angustio. Me da besos y abrazos. Y regalos. Por segundo año consecutivo me regala ropa hermosa, pero gigante. Me pongo contenta porque significa que no es que estoy gorda, sino que él me ve gorda. “Estás vieja”. Me angustio.

04 hs. Me despierto sobresaltada. Soñar con épocas en las que tenía dieciocho es perjudicial para la salud. Me angustio.

09:30 hs. Suena el despertador. Lo revoleo. Sacudo al señor que vive conmigo descaradamente. El objetivo es que se despierte, compre facturas, el diario, haga mate y me traiga todo a la cama. “¿No vas a comprar el diario?”, me dice con vos remolona. No puedo negarme. En la panadería, lloro.

11:30 hs. Preparo ensaladas varias en la cocina. El señor que vive conmigo tendría que empezar a preparar el asado. Sin embargo, está tirado en la cama leyendo y releyendo la nota que de él salió en el diario. Me pongo nerviosa. Los ojos, colorados.

11:31 hs. Voy a la habitación. Pregunto cuándo va a empezar con el asado. “Ya va”. Vuelvo a la cocina.

11:35 hs. Voy a la habitación y me llevo el mate y las facturas a la cocina. Ahora que está desprovisto de alimentos se va a levantar.

11:45 hs. El señor que vive conmigo sigue leyendo su noticia.

12:30 hs. Estoy desesperada. En media hora llegan mis padres, hermano, cuñada y sobrino. Si todo sigue así, habrá almuerzo vegetariano. El señor que vive conmigo, tranquilo, se levanta.

12:45 hs. Miro desde la cocina al señor que vive conmigo, que está empezando a prender el fuego. Tiene un diario viejo en la mano. Antes de hacer bollos de papel con las hojas, las lee. ¡Las lee! ¡Una por una!.

13 hs. Llega la familia ramera. Mi padre trae un paquete enorme. Aspiradora. Era el sueño de mi vida. La usurpadora y yo se lo agradecemos con el corazón. Lloro de la emoción.

14 hs. Hace un calor insoportable. El patio está lleno de humo. Preparé la mesa en el lugar con más sol. El carbón levanta temperaturas altísimas. Y claro, explota un pedazo de patio. Sí. Eso. Explota un pedazo de patio. Salen volando por el aire pedazos de cemento y carbón. Mi madre se enoja. Mi sobrino grita porque tiene miedo. Mi hermano se ríe. El señor que vive conmigo se lamenta porque se está quemando el tapizado de las sillas. Mi padre lee el diario. Mi cuñada consuela a mi sobrino. Yo me pongo a llorar.

17 hs. Mi madre trae la torta y me cantan el “Que los cumplas feliz”. Pido mis deseos: ser lampiña, adelgazar y ganarme la lotería. Mi sobrino se larga a llorar porque le da terror el cántico. Yo me contagio.

17:30 hs. Todo muy lindo, rico el asado, hermosas las cortinas. Mi familia, finalmente, se va. Tengo que ordenar todo.

18 hs. Llega una amiga. Me trae uno de esos cosos pinchosos para hacer masajes en la cabeza. Chusmeteamos mientras yo limpio el patio. Me faltan los ruleros y puedo recibirme de abuela oficialmente.

19 hs. El señor que vive conmigo se va a trabajar a la obra de teatro. Mi amiga y yo nos estacionamos cantidad de horas en la página web de un sex shop para hacer listas de compras en las que jamás tacharemos un ítem. 38 x 8 nos parece un exceso.

20 hs. Mi amiga me cuenta que un muchacho le propuso hacer un trío con otro hombre. Yo le digo que para mi que se la come. Ella se horroriza.

22 hs. Vuelve el señor que vive conmigo y confirma que el del trío dos hombres una mujer propuesto precisamente por un hombre es, sin lugar a dudas, con total convicción, un comilón de aquellos.

23 hs. Mi amiga está triste porque se enganchó con uno binorma. Yo le digo que agarre y vaya igual. Total, no pierde nada. Su novio la pasa a buscar.

24 hs. “Ahora sos incluso más vieja. 25 y un rato”. Me angustio. Caigo rendida a la cama. Las sábanas tienen olor a asado. Me quedo dormida con las lágrimas en los cachetes.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

No tan perfecta

Estaba leyendo esto y me acordé de algo que no deja de impresionarme día a día.

Cuando uno tiene un trabajo fijo con un horario fijo toma el colectivo a la misma hora todos los días. Es así como empieza a reconocer a los pasajeros que también tienen un trabajo fijo, con horario fijo y toman el colectivo a la misma hora todos los días.

Los hay de todo tipo: si es muy temprano hay cantidad de obreros recién "duchados" o alumnos con cosas inexplicables en las comisuras de los labios.

Pero también están ellas, que viajan tipo nueve y media de la mañana. Son las chicas que trabajan en oficinas, se visten hermosamente y siempre están impecables delante de una, que todavía tiene surcos en los cachetes por culpa de la almohada.

Siempre las envidié con maldad infinita, les deseé que un auto las salpicara con el agua de un charco mugriento o que el taco altísimo se les rompa y se mancharan su divina camisa blanca. Pero claro, estas cosas nunca pasan.

Sin embargo, de vez en cuando aparece una de esas yeguas que comete algún error, alguna cuestión imperdonable: hace varias semanas que observo deliberadamente a una de esas perfectas. Hoy por la mañana, la perfecta cometió el error que la enterraría de por vida en el infierno de las desubicadas.

Porque la perfecta, hoy por la mañana, en el viaje en colectivo, frente a todos los pasajeros, peló la pincita de depilar y se arrancó los bigotes.

Amén.