La primera vez que fuimos a cenar afuera con los padres de
Camioncito, yo estaba emocionada. Mis ex suegros nunca salían de su casa y convencerlos nos había llevado más de un mes.
Por eso, ese sábado, estuve desde las cuatro de la tarde eligiendo el atuendo perfecto, el peinado ideal, el maquillaje que nunca usaba. La noche debía ser perfecta.
Decidí ponerme un vestido por las rodillas, muy veraniego, con un escote que mejor ni te cuento, unas chatitas y un saquito que ahora me resulta inmundo. Me pasaron a buscar y, en menos de diez minutos, ya estábamos en la vereda de enfrente de la pizzería paqueta de Ramos Mejía.
Bajé del auto y me saqué el saquito. Al fin y al cabo, hacía calor y yo tenía que lucir el escote. Crucé la avenida bastante mas rápido que ellos, por lo que llegué a la puerta del comedero y me quedé parada hasta que llegaran. Estaba contenta. Demasiado.
Mientras estaba parada ahí, pasó un grupo de adolescenes de entre quince y dieciseis años. Me miraron, se sonrojaron y se rieron tímidamente. Yo me sentí, como mínimo, una diosa. Todo estaba saliendo de mil maravillas.
O por lo menos eso era lo que yo creía.
Porque cuando entré al comedero, y enfilé hacia la escalera para ir al primer piso, el alma se me fue al piso en menos de treinta segundos. Subí el primer escalón, el segundo, el tercero… iba moviendo deliberadamente la cola y tenía la espalda derecha, lo de nunca. Pero cuando estaba llegando al quinto escalón, empecé a verme en el espejo del descanso de la escalera. Primero la frente, la nariz, la boca, el cuello… y después.
Después una teta. Al aire. Descubierta. Desnuda. Haciendo topless. Descarada. Como las viejas en los vestuarios. Como Moria en la playa. Como la mujer de Hnglin. Una teta que descansaba afuera del vestido, que se revelaba al mundo, que no quería se cubierta, sino mas bien descubierta.
Me quedé helada. No sabía qué hacer. Me moría de la vergüenza pero al mismo tiempo no hacía nada para cubrirme. Me miraba el vestido con un pecho afuera y no entendía en qué momento había pasado. Me quería morir.
Después de algunos segundos eternos, sentí que Camioncito me tocaba el culo, como de costumbre, para que caminara. Ahí salí de mi congelamiento, recién ahí pude cubrirme.
Caminé a la mesa, con la cabeza gacha, me senté y comí en silencio, toda la noche, espiando de reojo a todos los comensales del restaurante, sintiendo que todos me habían visto la teta, que todos se estaban riendo de mi.
Después de ese día, el vestido quedó apolillando en el placard. Y nunca mas invité a mis ex suegros a comer ni un pancho al kiosco de la esquina.