martes, 8 de febrero de 2011

El morochazo

El morochazo sentado al lado mio en el colectivo me miraba. Yo estaba con la cabeza hacia adelante pero de reojo podía ver la suya girando hacia mi. El morochazo ni se gastaba en disimular: me miraba y me miraba y me volvía a mirar. Y mientras mas me miraba, mas me ponía nerviosa. ¿Qué quería? ¿Me conocía? ¿Yo le gustaba? ¿Tenía algo? ¿Estaba perdido y quería preguntarme dónde bajarse y no se animaba? ¿Era alguien famoso y estaba esperando que yo lo reconociera y le rogara un autógrafo? ¿Quería robarme?

No entendía nada. El viaje era medianamente largo y el morochazo seguía mirándome y no había ningún asiento libre donde cambiarme y ni en pedo vuelvo del trabajo parada en el colectivo porque me deprime y porque como soy petisa, si voy parada quedo muy cerca de las axilas transpiradas de la gente que levanta los brazos y que ahora, en esta época tan veraniega, en este día tan húmedo, están peor que nunca.

Tan nerviosa me puse, tanta intriga me causó querer saber por qué me miraba, que me empezaron a transpirar las manos y cerca de mi parada supe que no podía irme de ahí sin saber qué le pasaba al morochazo. Entonces le pregunté.

M: Qué. (fui escueta, ya lo sé, pero también quería hacerme la interesante porque secretamente esperaba que me dijera que era linda, que tenía buenas tetas, ojos lindos o un pelo de publicidad)

El morochazo: Que tenés un bigote.

M: Cómo. (así, como una afirmación cobarde y apichonada)

El morochazo (señalando su bigote con el dedo índice): Que... (pausa trágica) que tenés un... (pausa espantosa) bigote.

Y me bajé. Y corrí a mi casa. Y el morochazo tenía razón.