lunes, 28 de julio de 2008

Mis queridas compañeritas

Estoy a muy pocos días de alcanzar el nivel máximo de tolerancia hacia mis compañeras del gimnasio. Lo más probable es que la semana entrante vuelva a ser una auténtica ramera sedentaria.

Existen tres personajes que me hacen imposible la concetración en el tres, dos, uno… y ¡ocho más!. Todas las demás también me molestan, por quejonas, vagas o habladoras de Tinelli. Pero estas tres son las peores. No las aguanto más.

La primera es una chica de mi edad. El problema (debería ser SU problema, pero ella insiste en envolvernos a todas en su espantosa performance) es ser por demás simpatica. No me resulta molesto que llegue sonriente como si entrara a una fiesta, saludando a diestra y siniestra a cuanto pánfilo se le aparezca cerca. El problema es que se comunica gritando y saltando como si fuera un cangurito. Pero gritando de verdad. Y saltando demasiado. Y poniendo cara de mala. Todo en ella es sobreactuado. Grita cuando saluda, cuando le duele la cola o cuando no encuentra las tobilleras. Es infumable. Yo trato de alejarme lo más posible, pero sus gritos inundan el lugar junto a los otros gritos, los de la hinchada de Excursionistas, que “entrena” ahí mismo.

La segunda es una amiga de la anterior. O sea que también tiene mi edad. Y usa un pantalón cagado. Y sí, leyeron bien, tiene un pantalón de sire (imagino que saben a cuál me refiero) verde loro que está cagado. La primera vez que vino se paró delante mio. Y cuando se agachó lo vi. Quise matarla. Perdón, pero no puedo hablar más de este personaje porque me entran ganas de devolver la banana que acabo de comer.

Y la última es una de esas viejas que nunca faltan en los gimnasios. Se piensa que tiene veinticinco y se calza la pollerita arriba del pantalón, la musculosa que eleva sus pechos operados hasta el cuello y una carga maquillaje digno de una diva travesti. Pero esos detalles me resultan algo simpáticos. El tema que tengo con esta señora es que baila. O sea, no importa qué carajo estemos haciendo, ella menea las caderas y revolea los hombros impostando poses sexies. Se enloquece cuando escucha Madonna y en los minutos de descanso, cuando todas estamos tratando de hidratarnos (o de volver a la vida pre ejercicio), ella usurpa el saloncito y baila de un lado hacia otro, logrando una burda imitación de Chayanne. A veces, lo juro, no puedo contenerme y me le río en su rostro, pero por sus gestos antipáticos sospecho que a ella no le caigo del todo bien.

No hace un mes que voy al gimnasio y estas tres personitas (debería decir conchudas, pero queda medio agresivo) se empecinan en arruinarme esa hora, que supuestamente estraía generándome bienestar. Yo así no puedo.

viernes, 25 de julio de 2008

Cada vez que llega, una sorpresa nueva

Viernes, 10 AM. Mensaje de texto de mi canchera madre:

“Fernanda tuvo una nena. Se llama Milagros”

Fernanda tiene dieciocho años y es prima mia. Yo ni sabía que estaba embarazada.

Mi canchera madre tiene seis hermanos por parte de su madre y nueve por parte de su padre. Todos están casados (inluso el asesinado y el preso) y tienen, en promedio, cinco hijos cada uno. A su vez, la mayoría de esos hijos están juntados (hoy día en la familia ya no se estila el casamiento) y tienen, también, un promedio de cinco hijos cada uno. Esta gran familia sumada a mi incapacidad por ser una chica familiera, da por resultado que yo no me entere de la mayor parte de embarazos o partos.

Hace nueve meses mi prima Fernanda vivía con su madre (mi tía Sandra, ex esposa de mi tío Pato, hermano de mi madre). Estaba noviando con un señor de cincuenta años separado y con varios hijos en su haber. Una tarde mi tía Sandra llegó a su hogar y encontró a mi prima Fernanda (apodada en la infancia “La Chancha”) metiendo sus trapitos en un bolso.

Fernanda
Él me da verga, alimento y televisión.

(no sé si el diálogo fue exactamente así, pero casi)

Dos meses más tarde, mi tía Sandra llegó a su hogar y se encontró a mi prima Fernanda, que había vuelto con un moño de regalo en la cabeza. El señor con el que se había mudado llamó a tía y le contó qué había pasado.

Señor
Yo no puedo mantenerla.
Sólo come y mira televisión.
No trabaja ni quiere mantener la casa.
Es una vaga de mierda.

Siete meses más tarde mi tía Sandra llegó a su hogar y encontró a mi prima Fernanda tirada en la cama, llorando.

Fernanda
Llevame al hospital.

Tía Sandra
¿Qué te pasa? ¿Te sentís mal?

Prima Fernanda
Rompí bolsa.

Tía Sandra
¿Qué cosa? ¿Cómo que rompiste bolsa?

Prima Fernanda
Eso, que vas a ser abuela.

Así fue como después de nueve meses de embarazo silencioso, un embarazo del que nadie sabía, del que nadie se había dado cuenta, del que nadie había festejado ni llorado o criticado, mi primita Fernanda, fue mamá.

No pude alegrarme lo necesario, porque desde que mi madre me contó toda esta historieta yo no puedo pensar en otra cosa: ¿cómo puede ser que nadie se haya dado cuenta que estaba embarazada?

Una pregunta

¿Qué carajo le pasa a toda la gente que defiende a Menéndez?

Si alguien sabe la respuesta, por favor, no dude en decírmela. Gracias.

jueves, 24 de julio de 2008

Edipo (o Ifigenia) invertido

Ahora que me retaron porque estaba llegando todos los días tarde al trabajo (promedio de una horita de retraso), descubrí que a la hora que viajo comparto transporte con un caso bastante singular.

La mujer tendrá unos cuarenta (y cinco) años. Usa polleras brillosas y botas hasta las rodillas. Pañuelo en el cuello, mucho maquillaje y carteras diminutas.

La madre de la mujer tendrá unos setenta (y cinco) años. Usa pantalones de jogging y zapatillitas de lona. Buzo polar, nada de maquillaje y una billetera.

Todos los días, a la misma hora, la madre de setenta acompaña a su hija de cuarenta a tomarse el colectivo. Mientras lo esperan la madre emprolija el peinado de su hija, le pregunta si agarró el celular, y averigua qué va a almorzar. Por último, le dice que está muy linda.

Cuando viene el colectivo se abrazan fuerte fuerte y la hija se sube al colectivo. La madre se queda parada mirando como se aleja el coche, y saluda con la manita en alto.

Mi mamá dejó de hacer esas cosas cuando cumplí los nueve.

¿La desalmada era mi santa madre o este par de madre/ hija son enfermas emocionales?

jueves, 17 de julio de 2008

¿No tenés monedas?

Hoy decidí bacanear un rato y tirar por la borda todos mis deseos de ahorrar algún dinero para comprarme alguna otra cosa inútil (como las hermosas botas de lluvia rojas que me compré el domingo, justo cuando empezó el verano invernal).

Así que agarré, y me tomé un taxi.

En el camino me sorprendí por lo rápido que se elevaba el precio final de mi viaje. Me pregunté, también, cómo hace la gente que se toma taxis todos los días para después tener algo con que alimentarse por las noches.

Estábamos llegando a mi destino palermitano de segundo trabajo. El taxímetro (¿se llama así?) marcaba $10. Comencé a sacar el dinero de la billetera y nos agarra la barrera del tren. Como le tengo miedo a los trenes ni siquiera consideré la posbilidad de bajarme para ahorrar unos centavos.

Una vez pasado el tren seguimos camino. Cuando estábamos por llegar, el precio final había ascendido a $10, 65. Yo no tenía monedas. Porque todos sabemos que hay una mano oscura que está ahorrando cientos de monedas argentinas y no nos deja ni una para viajar en colectivo.

Saqué un billete de $2 y le pagué al señor taxista. Yo esperaba lo peor: que me pidiera las monedas que no tenía. Y, por supuesto, lo hizo. Y aquí viene mi sorpresa: no refunfuñó al pedirlas, no suspiró de decepción cuando le dije que no tenía, ni siquiera dejó de sonreir por un momento.

En cambio, me devolvió el billete pequeño, y me dijo, tranquilo, que estaba todo bien, que $0,65 no iban a cambiarle la vida.

¿Es tan difícil pensar en un mundo mejor? Si todos hiciéramos esas pequeñas cosas todos los días: ¿el mundo no sería un tanto más bonito?.

Piénsenlo (en realidad, siendo sincera, debería decir "Pensémoslo". O "Lo pensemos", como dice mi querido cordobés)

lunes, 14 de julio de 2008

Pregunta y respuesta

Yo me pregunto: ¿Existe algo más pesado y patético que un hacedor de choriceros videos de casamiento y fiestas de quince?

Yo me respondo: Claro. Que el hacedor de chorizos casamenteros encima se piense que es un artista

viernes, 11 de julio de 2008

Gendarmería I

Mi ignorancia respecto de los gendarmes es mayúscula. No entiendo para qué sirven. Siempre me pregunté qué hacían. Los veía solo como personitas del interior con tonada divertida que pintaban cercos y rejas de color blanco prolijo. Y eran amables hasta el cansancio. Pero estaba equivocada.

Cuando hoy por la mañana los vi en medio del barrio, a 50 mts. mio, pensé que estaban haciendo una recorrida para juntar fondos o vender alguna rifa de cantimploras o trajes camuflados. Los vi inofensivos, como en general son los gendarmes, así que caminé hacia ellos sin problemas. Cuando estaba cruzando la calle vi que me observaban atentamente. No sabía si gustaban de mi o querían preguntarme algo.

Gendarme
Señorita, ¿tiene su documento encima?

Inflé el pecho y respondí orgullosa que sí. Mi madre siempre me dijo que saliera con el documento por si me ocurría algún imprevisto. Estaba siendo una excelente hija. Pensé en contárselo a la noche.

Mientras lo buscaba pensaba que debía sumar una tarea a la lista de actividades que hacen los gendarmes: pintan cercos y piden documentos. Se lo entregué al gendarme que parecía estar al mando.

Gendarme
¿83?

Ramera inflada
Sí.

Gendarme canchero
Tiene 26 años.

Ramera irónica
No, 24.

Pintan cercos, piden documentos, no saben matemática.

Extendí mi mano para que me devolviera el DNI, pero el gendarme abrió el bolsillo de su pantalón cargo y se lo guardó. Sin darme tiempo a reaccionar, dijo:

Gendarme
Va a tener que acompañarnos.
Tenemos que hacer un allanamiento y usted va a ser testigo.

Ramera cobarde
¿Me puedo negar?
Tengo que ir a trabajar

Gendarme vengador
Si se niega la llevo detenida.

Así fue que comenzó mi viernes allanado. Fueron diez horas ininterrumpidas de mirar cómo revisaban carpetas, habitaciones, cajas fuertes, fotos, cuadros y perros. Me debatí toda la tarde en la inocencia o culpabilidad de la imputada.

Pero eso se los dejo para la próxima.

Un secreto ramero

Lo irritante, tal vez, es entrometerse en algún mundillo pseudo intelectual (da lo mismo si es cinematográfico, literario, musical, plástico o el que sea) y empaparse de discusiones, debates e intercambios de ideas que, al fin y al cabo, a nada llegan.
Lo fácil, en general, es enardecer a los pseudo intelectuales, quitarles a sus frases el contexto en el que se inscriben (escriben) y contradecirles sin que importe nada más.
Entonces, aquello irritante, las palabras difíciles y los conceptos imposibles se transmutan en refutaciones sin sentidos en las que esos mismos pseudo intelectualoides se sumergen tratando de justificar su nimio discurso. Aquello que resultaba especialmente irritante se vuelve asquerosamente divertido. El pseudo intelecualoide se retuerce en el suelo de la rabia, y uno también se retuerce, también en el suelo, pero no de ira.

Se retuerce de risa.

miércoles, 9 de julio de 2008

La usurpadora

Existen muchos ejemplos de películas con la temática “intercambio de cuerpo”. La mayoría envuelve madre e hija, hermana menor y hermana mayor, mujer y hombre. Son películas que se preocupan en demostrarle a la madre cuánto sufre su hija adolescente, o al hombre cuánto duelen los ovarios, una vez al mes.
Son películas con moralejas empalagosas sobre las relaciones humanas, el amor fraternal, filial o romántico. En casi todas se explota la comedia y los personajes se atoran con tanto aprendizaje obtenido en el largo camino hacia la comprensión del otro. Asquean. Pero vamos, ¿quién no se divirtió viéndolas?

Jugar a estar en el lugar del otro fue siempre fantasia recurrente que me invade, prácticamente, desde que tengo memoria. Cuando era niña y mi amiga Eugenia se quedaba a dormir en casa, moríamos por sobrevolar, en forma de moscas, las conversaciones de los varones de la escuela, para ver si Mauro gustaba de ella, para saber si Martin iba a tranzar conmigo el sábado. Sin embargo, y a pesar de nuestros múltiples deseos a estrellas fugaces, velas de cumpleaños y pestañas caídas, nunca pudimos volar entre los varones. Y mucho menos ponernos en el lugar de alguno de ellos. Nunca pudimos meternos en su cuerpo. Nunca pudimos saber qué se siente ser otra persona.

Años más tarde, me encuentro escribiendo estas palabras en una madrugada fría y llena de insomnio. La preocupación que tengo es casi unsalubre. No me deja dormir. La sospecha se está confirmando. Las evidencias están en la mesa, en la cocina y en el jardín. Porque señores y señoras, aunque me aterrorice decirlo, sospecho que tengo una vieja metida en el cuerpo.

Durante el día no es tan evidente. Salvo por esos pantaloncitos de vestir y esas botitas cualunques que me estoy poniendo para ir a trabajar. Y por la horrible costumbre que adquirí de llenarme de ira si un caballero no me deja pasar en la fila. O por el hecho de que siempre bajo del transporte con alguna chuchería inservible que le compré al vendedor paraguayo del 42.

Pero lo peor viene después. En la parte del día en que una ama de casa de batón y ojotas se apodera de los hilos de mi cuerpo y me maneja como una marioneta. Primero me lleva al supermercado. Una vez ahí me hace comprar leche, carne, frutas y verduras. No me deja comprar papas fritas ni cereales de chocolate. Compara precios y sabe si tal o cual cosa aumentó. Busca ofertas. Compra paquetes de harina para hacer pizza que vienen adosados con una crema antiarruga pegada con cinta adhesiva. Toca la fruta, prueba una uva, pide lechuga, se arrepiente. Me lleva por esas góndolas que uno ni siquiera sabía que existían. Me hace comprar galletitas de agua para matar el hambre entre comida y comida, me entrega cajas de jugos en sobrecitos de los más variados sabores y colores. Hace un mes que en mi casa no hay aceite de oliva y esta vieja rata me dice que el de maíz es igual. Y nunca, pero nunca, me deja comprar gaseosa. Porque es cara y dura muy poquito.

De ahí me lleva al lavadero, donde siempre se pelea con la china porque le perdió una media (que después encuentra debajo de la cama). Luego vamos a la fiambrería y compramos cien de queso, cien de jamón cocido y un pedazo de queso fresco. A veces me hace pasar una vergüenza terrible. Los lunes hay descuentos para jubilados y ella me hace pedirlo (“Es que es para mi abuela, señor fiambrero”).

Cuando la odisea de las compras acaba, empieza la pesadilla del hogar. Esta señora horrenda me hace barrer, cambiar las sábanas dos veces por semana, limpiar el baño ídem cantidad de veces y ordenar toda la ropa que el sucio del señor que vive conmigo deja desperdigada por cuanto lugar haya disponible.

Apenas cobro la vieja que me habita arma montoncitos de dinero, separándolo por rubros (alquiler, expensas, cuentas, monotributo, etcetera infinito punto rojo) y les pone un papelito, el destino del dinero en letra enrulada y un clipcito color rojo. Al abrir el cajón de la cocina para guardar los montoncitos lo encuentra desordenado y sucio. Entonces no tiene mejor idea que vaciar todos los cajones, limpiarlos, repasar utensillos, afilar cuchillos y recordar que tiene que aprender a hacer ravioles para usar esa plancha armarravioles que tiene por ahí tirada.

Después se le da por cocinar para toda la semana. Hace dos docenas de empanadas, dos kilos de milanesa, hierve choclos, acelga y papas, prepara salsas y manda todo, absolutamente todo, al freezer.

Más tarde, cuando ya no tiene mucha energía, se baña y se mete en la cama a ver siempre la misma película. A los veinte minutos, y cuando ya se está quedando dormida, decide despabilarse con un tecito de boldo. Lo endulza con miel. Finalmente se duerme, toda mal doblada, con calor y frío al mismo tiempo, la película a todo volumen, y sueña con su vida adolescente, cuando su madre le lavaba la ropa y la alimentaba a diario.

Casi a la madrugada vuelve el señor que vive conmigo y las cosas se tornan de otro color. Vuelvo a ser una adolescente enamorada y él un señor que reclama alimento. Me duermo tranquila, abrazada al señor, sabiendo que por ahora puedo volver a cenar papas fritas con gaseosa.

Pero en la mitad de la noche, la usurpadora vuelve, y temblando, medio zombie, se levanta y ensaya una especie de ayuda memoria, que señala el comienzo de la odisea del día siguiente: EMPROLIJAR EL JARDÍN.

En algún lugar del mundo hay alguien que está viviendo mi vida: alguien que no llega a fin de mes y que se atrasa con todas las cuentas, alguna vieja que hace meses que no barre y que ni piensa en cocinar. Una vieja enamorada de la vida, que de ama de casa no tiene ni el título. A esa vieja le digo: Por favor, señora buena, apiádese de mi, devuélvame mi vida.

domingo, 6 de julio de 2008

El jogging, un camino de ida

No es justo que le echemos toda la culpa al chancho. Es bien sabido que Camioncito tenía muchísimos defectos. Lo que no es tan sabido es que yo también me las traía.

De todos las atrocidades que cometía Camioncito día a día, la que menos me molestaba era el jogging. Fueron tres años ininterrumpidos de joggineta loca. Y todos sabemos que el síndrome del jogging es contagioso.

Es por esta extraña mímesis que yo pasé mucho tiempo en jogging. Descendí al peor de los infiernos por este motivo. Pero una mano amiga -o mejor dicho doscientas cincuenta- me devolvió al planeta de la gente medianamente bien vestida.

Corría el año 2002. Yo cursaba el CBC en Ciudad Universitaria. Los viernes por la mañana me tocaban cuatro horas, fatídicas y horrendas, de dibujo. Eran las peores horas de mi semana. Porque una ramera no sabe dibujar. Es una habilidad que, genéticamente, viene trunca. Lloraba cada vez que tenía que hacer un croquis, y amenazaba con suicidarme con el compás las noches previas a una entrega.

Por esa época ya había adoptado el jogging como uniforme oficial. Era una impresentable. Me ponía el jogging, un buzo roído, cola de caballo y salía hacia la facultad. Son épocas oscuras en mi vida, casi nefastas. Son recuerdos que trato de reprimir pero que insisten en aparecer en mis sueños.

Apenas llegamos a la clase nos recibieron con la peor de las consignas: teníamos que dibujar el cuerpo humano. Yo sentí que me moría. Era la peor sentencia a la que jamás había estado expuesta. Ya me había acostumbrado a las perspectivas y a las escuadras, pero tener que dibujar un cuerpo era otra historia. Era seguro que no iba a poder.

Antes que pudiera ponerme a llorar, como correspondía en un caso semejante, una luz apareció al final del túnel: la modelo que teníamos que dibujar nos había dejado plantados y algún alumno debería posar. Y aquel que posara, naturalmente, no tendría que dibujar.

Instintivamente levanté la mano, pese a mi timidez extrema. Así fue como doscientas cincuenta personas me dibujaron. Y, pese a la vergüenza que pasé, confieso que es una de las mejores cosas que me han pasado en la vida. Fue una alerta. Un llamado de atención. El punto final.

Luego de dos horas inmóvil, todos los alumnos habían terminado sus dibujos. Yo estaba totalmente contracturada. Respiré profundo y caminé hacia mi mesa. En el camino empecé a ver los dibujos que de mi había esparcidos por el salón. La imagen que me devolvían era hedionda. Era la de una persona dejada, despeinada y ojerosa. Era una persona en jogging y buzo deportivo. Y lo peor de todo era que esa cosa hedionda y varonera, esa era yo.

El mundo se me vino encima. Cuantos más dibujos veía, más me hundía en la desidia de ser yo. Fue una situación espantosa. Sentía que todos pensaban en lo fea y dejada que era, en lo mal que me vestía. Yo hubiera pensado eso de una persona con esa facha.

Desde aquel día decidí no volver a usar jogging indiscriminadamente. Sólo lo usaría para ir al gimnasio o en la intimidad de mi hogar. Nunca más saldría a pasear en jogging. Es algo que simplemente no se hace.

De un tiempo a esta parte, o mejor dicho desde que vivo con un gurú de la moda femenina, el jogging se redujo solo al gimnasio. Y yo me aplaudo. Porque cada vez que mi conviviente llegaba al hogar y me encontraba en joggineta, bajaba la mirada y negaba con la cabeza, supongo que preguntándose en qué momento de su vida se enamoró se una persona en jogging.

A veces es necesario descender al infierno, para comprender que con ciertas cosas no se jode. Y el jogging es una de esas cosas.

Desde Origen Ramero decimos del jogging: Sí al uso, no al abuso.

jueves, 3 de julio de 2008

Le Pedorret

Era, además, un pedorreta de ley. No importaba dónde ni quién estuviera cerca, él se pedorreaba igual. A veces lo anunciaba, un segundo antes, con bombos y platillos. A veces durante, casi siempre después, cuando uno ya no tenía escapatoria. Se regodeaba, se sentía feliz de hacerme sufrir. Le encantaba obligarme a sentir su pestilente baranda.
Que me tiro uno, te encierro en el cuarto, cierro con llave y me la trago bien tragada, para que aspires bien aspirado, que tirame el dedo, que te sacudo la sabanita, que viene uno ruidoso, un sordito, uno chiquito, una bomba de olor, que de qué te espantás si yo cago con olor a rosas. Todas las costumbres del pedorreta, todas encerradas en mi Camioncito.

Y entonces yo digo: que lo del dedo lo haya hecho mi papá como una gracia cuando yo era un potus de cinco años, vaya y pase. Mi papá es mi papá, y mi Edipo mal resuelto determina, dictamina y sentencia que a mi papá se le perdonan las pedanterías una y mil veces. Porque siempre van a ser graciosas.

Pero mi novio, por favor. Gracias.

Y dijo la colgada

“Si los todos los chinos se subieran a banquitos de 25cm. de alto, y saltaran al mismo tiempo, la Tierra cambiaría de órbita”

¿No es el delirio más hermoso que jamás hayan oído?

Yo todavía me estoy riendo.

Háganse la imagen mental y riánse conmigo.

miércoles, 2 de julio de 2008

Mi jefecita colgada

Mi jefa es una persona muy talentosa. Entre otras cosas, es una fotógrafa consagrada. Ganó premios, viajó por el mundo exponiendo su trabajo y vendió piezas suyas a precios exorbitantes.
Pero todo lo que tiene de talentosa lo equipara con, por llamarlo de alguna manera, una colgadez extrema. Y dentro del universo colgado en el que vive, sobresale su capacidad para ver cosas donde no las hay.
Hoy a la tarde estábamos editando un video con unas fotos que sacó en un ex centro de detención clandestino. Todo muy fuerte, todo muy triste, todo abandonado, todo cargado de melancolía y violencia.
Nos quedamos unos segundos viendo la foto de una de las puertas de entrada al lugar.

Colgada
Qué loco...

Ramera Mala Onda
Qué cosa

Colgada
El cartel ese...
Dice "Esclarece".
Es como una paradoja.
Me encanta descubrir esas cosas...

Miré con atención y efectivamente había un cartel. Miré con atención para leer el "Esclarece" que tan loco le parecía a mi jefa. Pero no pude. "Escalera". Eso era lo que yo veía en el cartel. Eso era lo que yo leía. Eso era lo que decía el cartel.

No pude reírme. Ni pude gritarle en la cara que estaba equivocada. No pude porque ella estaba emocionada con su paradójica foto. Y con la emoción yo no puedo. Mi jefa estaba como un nene que acaba de abrir el regalo que le trajo Papá Noel. Y con Papá Noel no se jode.

Supongo que a veces es mejor hacerse el tonto antes que cortarle la ilusión a alguien. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo para decirle a alguien que Papá Noel no existe?