El plan era fantásticamente perfecto: nos poníamos a hablar con Agustín, un amigo de Arielito que se había chapado a una conocida nuestra, le decíamos que me hiciera gancho con Arielito, él iba y le decía a Arielito que yo gustaba de él, Arielito me miraba de lejos, yo me hacía la tonta, el se enamoraba, venía, me sacaba a bailar, me declaraba su amor y nos poníamos de novios. En algunos años nos casábamos, teníamos hijos preciosos y éramos felices mientras comíamos perdices. Todo cerraba.
El plan funcionaba perfectamente. Hacía rato que hablábamos con Agustín de bueyes perdidos, hasta que mi amiga decidió por unanimidad que había que pasar al siguiente paso. Guiño, guiño. Esa fue la señal para que yo me alejara y ella hablara de lo importante con Agustín. Le contó del amor incondicional que yo sentía por Arielito. Yo me hacía la tonta, unos metros al costado, como si no supiera qué estaba diciendo mi amiga. Vi que Agustín se alejaba y dejé de verlo por unos segundos. Después reapareció. Estaba con Arielito. Le decía algunas cosas. Yo trataba de no mirar pero mi ansiedad podía más. Arielito me miró, y se volvió hacia Agustín. Le dijo algo al oído, Agustín le respondió. Así estuvieron unos segundos que a mi me resultaron eternos. Quería entender de qué hablaban pero la lectura de labios no era mi fuerte. De vez en cuando veía algo así como una mueca negativa de Arielito. “Seguramente le está preguntando alguna otra cosa”. Finalmente empezaron a caminar hacia donde estábamos nosotras. Yo lo veía acercarse y sentía que las piernas se me aflojaban, la música se apagaba y en el mundo solo estábamos el y yo. Cuando llegó junto a mi me dio la mano y empezamos a bailar “El campanero” de Los Palmeras. Yo no podía de la alegría y los nervios. El miraba hacia cualquier lado y bailaba mucho más mecánicamente que siempre. Empecé a sospechar, por sus bostezos reiterados, que no tenía tantas ganas de estar ahí como yo. Me acerqué a su oído y le pregunté algunas gansadas del tipo “¿De qué signo sos?”. Él respondía con monosílabos y siempre mirando a Agustín que, unos metros hacia la derecha, se chamuyaba a mi amiga. Terminaba el tema y yo moría por saber si el gran momento del primer beso estaría llegando. Cuando terminó la horrenda canción lo miré y le pregunté si quería seguir bailando. Me soltó las manos lentamente. Yo estiraba los brazos para que el no terminara de soltarme. Pero a pesar de eso me soltó, impiadoso y cruel, sin mirarme, sin contestarme… y se fue. Yo quedé en el medio de la pista, sola y desamparada, viendo como se alejaba el amor de mi vida. “Es un pelotudo”, escuché a mi amiga que le había echado fly a Agustín y estaba ahí haciéndome el aguante. Lloré desconsoladamente en el baño con mi amiga al lado. Me corrí todo el maquillaje y amenacé con cortarme las venas (qué momento extremo se vive tras una frustración amorosa). Una hora más tarde yo seguía llorando, pero era la hora de ir a dormir. Salí del baño y lo vi, a lo lejos, bailando en el parlante el mismo tema que antes había bailado conmigo, con su flequillo y sus anteojos, con toda su perfección a cuestas.
El sábado siguiente volvimos al boliche. Lo busqué por todos lados pero no lo encontré. Durante la semana hice las averiguaciones correspondientes y me enteré que otra vez había cambiado de boliche. Pero el nuevo era tan pero tan tumba que nuestros padres siempre protectores no nos permitieron ir.
Lo busqué por el barrio, por las plazas y hasta fantaseé con encontrármelo en algún recital o en algún futuro lejano, en el que nos veríamos y yo me volvería a enamorar y él se daría cuenta cuánto se equivocó la primera vez que bailamos juntos, y me amaría hasta el fin de nuestros días.
Lo cierto es que nada de esto ocurrió y yo no volví a ver a Arielito nunca más. Con el tiempo, por supuesto, la calentura atómica se me pasó, aunque de vez en cuando me acuerdo de sus ojitos, o de su polerón, o de la vez que bailamos. Ahora lo hago con ternura hacia mi misma y sin un mínimo grado de calentura hacia él. Me acuerdo más del estado de enamoramiento que él producía en mi, que de él mismo.
Hace algunas semanas, mientras estaba en mi otro trabajo, escuchaba una locución en italiano. De repente escucho al locutor diciendo el apellido de Arielito. Atolondrada, rebobino y vuelvo a escucharlo. Entonces busco en el guión para saber qué significaba su nombre. “Cerdo” era el resultado. Me reí en voz baja, socarronamente, y seguí trabajando.
Sin embargo, el recuerdo de Arielito me despertó la necesidad de saber qué era de su vida. Lejos de cualquier investigación obsesiva para la que ya no estoy, llamé a otra amiga, que siempre fue vecina del muchacho. Luego de hablar largo rato (hacía muchísimo que no cruzábamos relato oral) le pregunté si sabía algo de la vida del cerdo. Mi amiga se rió a carcajadas primero, no pudiendo creer que tantos años después yo le siguiera preguntando lo mismo. Luego, se puso un poco más seria y dijo: “Arielito está juntado con una gorda mal teñida, tiene seis hijos bochornosos y está desempleado. De lo que conocías le quedan solo los ojos, aunque se los tapa con anteojos. Se babea y dice incoherencias mientras camina medio desorientado por el barrio. Es que parece que ahora le da al paco. Qué bueno que nunca te dio bola. Imaginate si terminabas como el espanto que tiene de mujer…”
Mientras mi amiga me decía eso yo sonreía interiormente con un alto grado de culpa. Lo que me contaba mi amiga era tristísimo y jamás se lo desearía a nadie. Pero la enana de adentro se mataba de la risa, disfrutaba y se regocijaba con cada palabra que escuchaba.
Esa noche me quedé un rato pensando en el cerdo.
Lo imaginé feo, mal vestido y mal oliente, con la misma ropa que usaba cuando éramos adolescentes, pero con olor a pis estacionado y manchas de lavandina. Imaginé que su mujer tenía el pelo grasoso a grosso modo, se vestía con batones y salía con una escoba carcomida y los seis críos a limpiar la vereda y chusmear sobre los vecinos. Imaginé que sus críos tendrían nombres del tipo: Yoni, Beba, Chulo, Chucho o Pitulina. Los imaginé sucios, con mocos barrosos cayendo de la nariz y la ropa roída por las ratas. Feos y tontos. Y a él, pobre, a él lo imaginé resignado, como un pobre infeliz.
Entonces aparecía yo, divina, caminando por el barrio. Cuando nos cruzábamos él me reconocía. Nos mirábamos unos segundos. Me acercaba a su oído y de la misma manera que hace muchos años le había preguntado el signo, esta vez le decía: “Esto te pasa por no haberme dado pelota, Arielito”. El me miraba sin entender mucho y yo me alejaba. Impiadosa y cruel, disfrutando de la desgracia de tener esa horrible familia y esa espantosa vida. Yo me alejaba. El se quedaba ahí. Tarado, como siempre.
“Cerdo”.