domingo, 31 de agosto de 2008

25

Hoy es mi cumpleaños.

sábado, 23 de agosto de 2008

Gran Estreno Gran

"Nos pareció una sinécdoque perfecta de lo que fue la industria argentina en su inicio y su final", dicen, con perfecta dicción (pese a la dificultad del vocablo "sinécdoque", que ni siquiera sé qué significa) y casi al unísono, Marcos Pastor y Miguel Colombo.

Están hablando de "Rastrojero, utopías de la Argentina Potencia", película que estrenarán el 6 de septiembre en el Malba. Luego en el Tita Merello, paralelamente en el Gran Rex de Córdoba, después en Rosario y en el resto del país. Luego, suponen, tocará el cielo y las estrellas.

El documental cuenta la historia de uno de los vehículos más populares de la Argentina, de otra Argentina.
Eduardo viaja en su camioneta Rastrojero hasta la ¿misma? Córdoba que cincuenta años atrás lo empleó en IME (Industrias Mecánicas del Estado) y hacia el encuentro con sus compañeros de entonces.
Con importante material de archivo y entrevistas a los protagonistas de una épica productiva alejada en el tiempo, y muchas veces en la memoria social, esta película evoca una etapa de desarrollo industrial y trabajo. El derrotero de la fábrica IME desnuda el proceso de desindustrialización sufrido por la Argentina durante los últimos cincuenta años.

"Rastrojero, utopías de la Argentina potencia¨

MALBA. Figueroa Alcorta 3415
Sáb 17:00 hs. Dom 18:30 hs.


Vayan a verla, putos. Y háganme el favor: si les gusta, recomiéndela en sus blogs y a sus amigos, enemigos, conocidos y deconocidos.

miércoles, 20 de agosto de 2008

De por qué le tengo miedo al fuego

Anoche el señor que vive conmigo estaba enojado porque yo le había dicho Don Cosme. También le había informado que cada vez que hiciera o dijera cosas relacionadas directamente con un señor de setenta, le volvería a decir Don Cosme. Don Cosme, que no es ni lerdo ni perezoso, se propuso vengarse de mi amoroso chiste de la peor manera que existe: persiguiéndome por el hogar con un encendedor en la mano. Y yo me puse a llorar.

Don Cosme se palmeaba la panza mientras se reía, una vez más, por mi absurdo miedo al fuego.

Don Cosme (llorando de la risa)
¿Me explicás por qué le tenés miedo al fuego?

Hagamos una pausa. Yo no le tengo miedo al fuego en sí mismo. Tengo miedo a que se quemen cosas. No puedo prender una hornalla con un encendedor porque seguro me quemo, no puedo dejar un almohadón cerca de un caloventor porque seguro se quema, no puedo prender el horno desde arriba (tengo que hacer cuerpo a tierra) porque seguro me quemo, no puedo prender el calefón con un pedazo de papel porque seguro me quemo. El problema no es el fuego. El problema es la quema que produce el fuego.

Una Ramera
No te voy a contar porque te vas a reír.

Don Cosme
Ok

Ahí me enojé yo. Es sabido: si alguien dice que no contará alguna anécdota porque produciría risa, lo obvio es que muere por contarla, pero necesita insistencia por parte del interlocutor.

Pero como no sé enojarme con Don Cosme (o son enojos de treinta segundos máximo), me acosté al lado de él y acerqué mi boca a su oído.

Una Ramera
Porque una vez casi incendio mi casa.

Don Cosme abrió los ojos como dos huevos duros, se alejó de mi y me lanzó una mirada fulminante. Supongo quería resultar desafiante, aunque se lo notaba temeroso.

Una Ramera
¿Viste que arriba del microondas de mi casa
hay un mueble de madera?
Bueno, hace muchos años mi mamá se había enojado
conmigo no me acuerdo por qué.
Como yo quería amigarme estaba tratando de hacer Buena letra.
Así que el día de San Cayetano le preparé una sorpresa.
Viste que mi mamá cree en esas cosas…
Armé un altarcito con unas estampitas,
una estatuita y prendí una velita

Don Cosme
No

Una Ramera
Sí. Puse todo arriba del microondas y me fui a
escuchar música a la habitación.
(Don Cosme reía a carcajadas). No te rías. Al rato bajé…
no te rías… y había olor a quemado y fui a la cocina.
No te rías. Y había humo… ¡¡no te rías!!
Y el mueble estaba negro… no te rías.

Don Cosme (riendo, claro)
¿Y qué querés que haga?

Una Ramera
Andá a cagar.

Y me fui a la cocina, a reírme a carcajadas yo también.

domingo, 17 de agosto de 2008

Parroquiales

En breve, el señor que vive conmigo estrena una película. La semana que viene doy todos los detalles.

Pero más les vale que vayan.

viernes, 8 de agosto de 2008

Bizarre II

Antes de ayer volvía del dentista con un humor de perros y medio rostro totalmente anestesiado. Caminaba por Cabildo esquivando cuanta criaturita con madre y amiguitos había, estorbando, en medio de la vereda.
Doblé en Juramento pensando que en muy pocas cuadras se terminaba ese calvario y podría sufrir por el dolor de muela en casa, en pantuflas, sin criaturas con madre y amiguitos alrededor mio.
Entonces lo vi.
Un espectáculo callejero.
Contarlo ni se compara con verlo. Pero la cosa era más o menos así. Una señora sucia y con olor hacía danzar a un títere en forma de esqueleto al ritmo de "Saca la mano Antonio". La señora olorosa no sabía manejar bien al esqueleto, así que cada dos por tres se le enredaban los hilos. Ella movía su diminuto piecito al ritmo de la canción. La canción sonaba en un pasacasette antiquísimo. La gente le daba un montón de dinero. De verdad, un montón. Me arruinó el tema, nunca más va a levantarme el ánimo ni me va a invitar a bailar. "Saca la mano Antonio", desde antes de ayer, se convirtió en la representación de una depresión extrema. Vieja, te odio.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Maldad, pura maldad

Me causan infinita gracia los muchachos que se visten de traje y andan por la calle con unos bolsitos tratando de venderte perfumes imitación o shampoos anti caspa.

Ya lo sé, es pura maldad. Pero no puedo evitarlo.

martes, 5 de agosto de 2008

El Bolichero II

El plan era fantásticamente perfecto: nos poníamos a hablar con Agustín, un amigo de Arielito que se había chapado a una conocida nuestra, le decíamos que me hiciera gancho con Arielito, él iba y le decía a Arielito que yo gustaba de él, Arielito me miraba de lejos, yo me hacía la tonta, el se enamoraba, venía, me sacaba a bailar, me declaraba su amor y nos poníamos de novios. En algunos años nos casábamos, teníamos hijos preciosos y éramos felices mientras comíamos perdices. Todo cerraba.

El plan funcionaba perfectamente. Hacía rato que hablábamos con Agustín de bueyes perdidos, hasta que mi amiga decidió por unanimidad que había que pasar al siguiente paso. Guiño, guiño. Esa fue la señal para que yo me alejara y ella hablara de lo importante con Agustín. Le contó del amor incondicional que yo sentía por Arielito. Yo me hacía la tonta, unos metros al costado, como si no supiera qué estaba diciendo mi amiga. Vi que Agustín se alejaba y dejé de verlo por unos segundos. Después reapareció. Estaba con Arielito. Le decía algunas cosas. Yo trataba de no mirar pero mi ansiedad podía más. Arielito me miró, y se volvió hacia Agustín. Le dijo algo al oído, Agustín le respondió. Así estuvieron unos segundos que a mi me resultaron eternos. Quería entender de qué hablaban pero la lectura de labios no era mi fuerte. De vez en cuando veía algo así como una mueca negativa de Arielito. “Seguramente le está preguntando alguna otra cosa”. Finalmente empezaron a caminar hacia donde estábamos nosotras. Yo lo veía acercarse y sentía que las piernas se me aflojaban, la música se apagaba y en el mundo solo estábamos el y yo. Cuando llegó junto a mi me dio la mano y empezamos a bailar “El campanero” de Los Palmeras. Yo no podía de la alegría y los nervios. El miraba hacia cualquier lado y bailaba mucho más mecánicamente que siempre. Empecé a sospechar, por sus bostezos reiterados, que no tenía tantas ganas de estar ahí como yo. Me acerqué a su oído y le pregunté algunas gansadas del tipo “¿De qué signo sos?”. Él respondía con monosílabos y siempre mirando a Agustín que, unos metros hacia la derecha, se chamuyaba a mi amiga. Terminaba el tema y yo moría por saber si el gran momento del primer beso estaría llegando. Cuando terminó la horrenda canción lo miré y le pregunté si quería seguir bailando. Me soltó las manos lentamente. Yo estiraba los brazos para que el no terminara de soltarme. Pero a pesar de eso me soltó, impiadoso y cruel, sin mirarme, sin contestarme… y se fue. Yo quedé en el medio de la pista, sola y desamparada, viendo como se alejaba el amor de mi vida. “Es un pelotudo”, escuché a mi amiga que le había echado fly a Agustín y estaba ahí haciéndome el aguante. Lloré desconsoladamente en el baño con mi amiga al lado. Me corrí todo el maquillaje y amenacé con cortarme las venas (qué momento extremo se vive tras una frustración amorosa). Una hora más tarde yo seguía llorando, pero era la hora de ir a dormir. Salí del baño y lo vi, a lo lejos, bailando en el parlante el mismo tema que antes había bailado conmigo, con su flequillo y sus anteojos, con toda su perfección a cuestas.

El sábado siguiente volvimos al boliche. Lo busqué por todos lados pero no lo encontré. Durante la semana hice las averiguaciones correspondientes y me enteré que otra vez había cambiado de boliche. Pero el nuevo era tan pero tan tumba que nuestros padres siempre protectores no nos permitieron ir.

Lo busqué por el barrio, por las plazas y hasta fantaseé con encontrármelo en algún recital o en algún futuro lejano, en el que nos veríamos y yo me volvería a enamorar y él se daría cuenta cuánto se equivocó la primera vez que bailamos juntos, y me amaría hasta el fin de nuestros días.

Lo cierto es que nada de esto ocurrió y yo no volví a ver a Arielito nunca más. Con el tiempo, por supuesto, la calentura atómica se me pasó, aunque de vez en cuando me acuerdo de sus ojitos, o de su polerón, o de la vez que bailamos. Ahora lo hago con ternura hacia mi misma y sin un mínimo grado de calentura hacia él. Me acuerdo más del estado de enamoramiento que él producía en mi, que de él mismo.

Hace algunas semanas, mientras estaba en mi otro trabajo, escuchaba una locución en italiano. De repente escucho al locutor diciendo el apellido de Arielito. Atolondrada, rebobino y vuelvo a escucharlo. Entonces busco en el guión para saber qué significaba su nombre. “Cerdo” era el resultado. Me reí en voz baja, socarronamente, y seguí trabajando.

Sin embargo, el recuerdo de Arielito me despertó la necesidad de saber qué era de su vida. Lejos de cualquier investigación obsesiva para la que ya no estoy, llamé a otra amiga, que siempre fue vecina del muchacho. Luego de hablar largo rato (hacía muchísimo que no cruzábamos relato oral) le pregunté si sabía algo de la vida del cerdo. Mi amiga se rió a carcajadas primero, no pudiendo creer que tantos años después yo le siguiera preguntando lo mismo. Luego, se puso un poco más seria y dijo: “Arielito está juntado con una gorda mal teñida, tiene seis hijos bochornosos y está desempleado. De lo que conocías le quedan solo los ojos, aunque se los tapa con anteojos. Se babea y dice incoherencias mientras camina medio desorientado por el barrio. Es que parece que ahora le da al paco. Qué bueno que nunca te dio bola. Imaginate si terminabas como el espanto que tiene de mujer…”

Mientras mi amiga me decía eso yo sonreía interiormente con un alto grado de culpa. Lo que me contaba mi amiga era tristísimo y jamás se lo desearía a nadie. Pero la enana de adentro se mataba de la risa, disfrutaba y se regocijaba con cada palabra que escuchaba.
Esa noche me quedé un rato pensando en el cerdo.

Lo imaginé feo, mal vestido y mal oliente, con la misma ropa que usaba cuando éramos adolescentes, pero con olor a pis estacionado y manchas de lavandina. Imaginé que su mujer tenía el pelo grasoso a grosso modo, se vestía con batones y salía con una escoba carcomida y los seis críos a limpiar la vereda y chusmear sobre los vecinos. Imaginé que sus críos tendrían nombres del tipo: Yoni, Beba, Chulo, Chucho o Pitulina. Los imaginé sucios, con mocos barrosos cayendo de la nariz y la ropa roída por las ratas. Feos y tontos. Y a él, pobre, a él lo imaginé resignado, como un pobre infeliz.

Entonces aparecía yo, divina, caminando por el barrio. Cuando nos cruzábamos él me reconocía. Nos mirábamos unos segundos. Me acercaba a su oído y de la misma manera que hace muchos años le había preguntado el signo, esta vez le decía: “Esto te pasa por no haberme dado pelota, Arielito”. El me miraba sin entender mucho y yo me alejaba. Impiadosa y cruel, disfrutando de la desgracia de tener esa horrible familia y esa espantosa vida. Yo me alejaba. El se quedaba ahí. Tarado, como siempre.

“Cerdo”.

lunes, 4 de agosto de 2008

Bizarre

Daria me pasó una cadena. Estoy al borde de las lágrimas. La consigna es la siguiente: elegir cinco temas musicales que te ponen de buen humor, o te sacan una sonrisa o algo por el estilo. O nada de eso. O todo junto.

Yo me voy a sincerar con quien sea que esté leyendo este post. Esta lista es una sentencia de muerte. Van a perder todo el respeto que alguna vez hayan tenido por mi. Me van a mandar a la mierda y se van a reir de mi. Porque yo me la doy de interesante pero jamás dejaré de ser una Ramera de alma. Y sin más preámbulos y excusas inútiles, he aquí las cinco canciones que me ponen de buen humor (elegir sólo cinco se me hizo complicadísimo, así que elegí las que, además de ponerme feliz, me traen recuerdos divertidos):

Saca la mano Antonio. Las Primas. Cuando estaba en sexto grado con mis amigas hicimos una representación del grupo en un acto del colegio. Teníamos medias de colores, minishorts y colas de caballo bien arriba y con las chuzas cayendo hacia los costados. Hace dos años, en plena crisis matrimonial, me encontré un viernes sola, desamparada y llorando a moco tendido. Me disfracé toda, sola solita, y volví a hacer la representación grabándome con la cámara de la computadora. Sépanlo, si ese video sale alguna vez a la luz, yo me suicido.

Violeta. Alcides. De todas las cumbias del mundo, yo con ésta soy incapaz de quedarme quieta. La necesito casi como el aire que necesito para respirar. Es el tema obligado de limpieza del hogar y cada vez que el señor que vive conmigo llega con sus aires intelectuales a todo vapor, yo se la hago escuchar, bien fuerte, y él vuele a ser cordobés. No puedo dejar que olvide sus orígenes.

Nothing but flowers. Talking Heads. Es la letra más hermosa que yo haya escuchado en mi vida. Es un tema re veranero que escucho cuando arreglo el jardín de mi casa. En general lo bailo como David Byrne y me siento en el paraíso.

Life on Mars. David Bowie. Me conmueve hasta las lágrimas cada vez que lo escucho. Aparte, estoy enamorada de David así que cierro los ojos y pienso que me está cantando en el oído. Eso cuando estoy sobria. Cuando ando borracha me subo a cualquier mesa, agarro un cepillo y canto como si se me estuviera yendo el alma.

Invasión. Los Twist. Lo admito, me encantan. Y sé que está muy mal y, realmente, no me importa. Los Twist levantan cualquier fiesta, y eso nadie puede negarlo.

Mátenme. Porque además me encantan ésta, ésta otra, y aquella de allá.

El que diga que no se pone contento con éstos temas es un mentiroso. He dicho.

Tengo que pensar a quién le paso la cadena (eso lo dejo para mañana porque hoy ya no puedo).

domingo, 3 de agosto de 2008

El Bolichero I

Cuando éramos jóvenes y todavía teníamos ánimo para ir a bailar, con mis amigas movíamos el esqueleto en el boliche de moda de Ramos. Ahí conocí al que sería una gran calentura de mi vida: Arielito.

Arielito era la perfección hecha hombre (o por lo menos era lo perfecto que yo buscaba en ese momento): era morocho, con un corte de pelo soñado (tipo publicidad de shampoo de mujer), unos ojazos terribles, azules, celestes, violáceos, achinados y entreabiertos/ entrecerrados. Una cosa hermosa. No era muy alto, pero eso no me importaba ni un milímetro.

Cada vez que él aparecía, yo, literalmente, me derretía. Casi siempre usaba el mismo polerón azul marino, con un jean clarito medio gastado que le hacía una cola para comerte mejor. Topper blancas, cigarrillo en la mano y, por supuesto, anteojos negros. Tenía la costumbre de usarlos todo el tiempo. Con mis amigas decíamos que seguramente en sus ojos tenía superpoderes y que si los mostraba mucho podría ocasionar una tragedia.

Sin disimular, cada vez que lo veía me ponía a saltar como perra en celo, aullaba como loba hambrienta y estudiaba cada uno de sus movimientos como si fuera un científico loco mirando a su ratita de laboratorio. Arielito bailaba en los parlantes del boliche al que íbamos (ahora lo pienso, qué vergüenza) siempre los mismos temas, siempre los mismos pasos. Le gustaba La Nueva Luna, no tanto Ráfaga, un poco Media Naranja y moría por Rodrigo. Además le encantaban los Stones, Los Piojos y La Renga. Bailaba como los gigantes de la película de Super Mario. Esto es, balanceándose de un lado hacia el otro, con movimientos medio babosos y sin mucha gracia. Desinteresado. Superado. Intocable. Y yo… yo moría.

Me pasaba toda la noche buscando alguna excusa para chocarme con él, me paraba cerca suyo o bailaba como loca para llamarle la atención. Pero nada. Él ni me registraba.

Probé de todo: me puse el vestido y los tacos, la pollera y los botas, el jean y las zapatillas, me corté el flequillo stone, me puse una remera de Cuba, otra de Los Piojos y una última de River (porque no era un detalle menor el fanatismo de Arielito por ese mugroso club). Sábado a sábado mutaba de prostituta barata a gatienzo fino, de villera a stona, de persona normal a subnormal, a sobrehumana, a mediohumana. Y nada. Pensé que tal vez era gay. “Tal vez lo mejor sería disfrazarme de hombre y ver qué pasa”. Por suerte, mi amiga me frenó a tiempo (gracias).

Cuando dejó de ir al boliche que frecuentábamos, hice todas las averiguaciones correspondientes hasta que me enteré que el boliche de moda, ahora, era otro. Convencí a mis amigas para pasarnos de boliche (esto significaba más dinero de remis, más de entrada, tener que vestirse mejor y afrontar la posibilidad de tener que escuchar marcha). Como buenas amigas me ayudaron. Y allí fuimos (al fin y al cabo los muchachos que les gustaban a ellas también se habían cambiado de boliche, era algo obligado, había que mudarse de bailongo). Y ahí recobré el aire. Y mucho más que eso.

Paralelamente a los encuentros en el boliche, yo sabía con lujo de detalles la vida y obra de Arelito. Sabía su dirección, con quien vivía, qué hacía de su vida (era repartidor de pizza y aunque probé y probé nunca di con la pizzería correcta), cuál era su teléfono, a qué escuela iba y quiénes eran sus amigos. Tenía una bicicleta playera roja cromada, vivía con el abuelo, la madre y la hermana, tenía muchos tíos y primos y se la pasaba con su perro. Por mi parte, mis intentos de seducción pasaban por el clásico “paso por la puerta de tu casa a ver si te engancho” hasta el bien ponderado “llamo y corto”. Religiosamente, el ritual de llamar y cortar se repetía al menos una vez al día. A veces osaba pedir por él, y cuando escuchaba su voz cortaba la comunicación. Así mucho tiempo. Así muchos cartelitos del tipo “M. y Ari” con corazones y letras gordotas pintadas con marcadores en la hora de lengua. Yo moría por él, pero el seguía sin registrarme.

Estaba convertida en la peor de las mujeres: la arrastrada. Pensaba todo el tiempo en Arielito, soñaba con sus ojos y me imaginaba su boca besando la mía. Podía rebajarme hasta el fondo del universo sin importarme lo qué. Podía quedar en la más absoluta ridiculez si eso colaboraba para robarle una mirada. Podía escuchar cualquier música y cambiar de equipo de fútbol sin problemas. Era capaz de matar a cualquiera que se interpusiera en NUESTRO camino y estaba segura que el amor que nos unía era una cuestión sobrenatural, energética y mística. Nada ni nadie iba a poder separarnos jamás. Imaginaba nuestro casamiento, nuestra casa y nuestro perro. Inventaba diálogos con mi suegra, peleas y reconciliaciones con él. Me imaginaba que mi querida virginidad iba a ser llevada por el hombre más increíble del universo. Pensaba todas estas cosas y me iba a dormir pensando que faltaba un día menos para ir a bailar y ver ahí al amor de mi vida.

Una noche bolichera, hablé con mi amiga y le dije que necesitaba que me ayudara con Arielito. Mi amiga, que es la mejor persona del mundo, ideó un plan siniestro y macabro (a lo Mr. Burns) para que yo bailara un temita con Arielito. De ahí al casamiento había muy pocos pasos.

Continuará...