Me revienta la cabeza la gente que se mete.
Existe algo llamado libertad individual. Cuando era chica, mi madre solía decirme: “Tu libertad termina donde empieza la libertad del otro”. Podemos decir, entonces, que existe una especie de barrera invisible, que delimita tu libertad de la mia (vos allá, yo acá). Un límite.
Existe también, dentro de la concepción del límite, la frontera. La frontera es el lugar alrededor del límite, más o menos dos cuadras a la redonda. Es el lugar en que tu libertad y la mia se cruzan.
La frontera de las libertades es la más difícil de delimitar y, en reiteradas ocasiones, confunde al otro. Sólo gente medianamente inteligente entiende hasta dónde puede llegar sin molestar al otro, sin invadir su libertad. Para pasar de mi libertad a la libertad del otro necesito pasaporte. No puedo meterme como si nada, porque estoy invadiéndolo, me estoy metiendo en su vida, en su libertad.
El pasaporte a la libertad ajena sólo puede ser entregado por el dueño de esa libertad. Si un sujeto te habilita para que te metas en sus cosas, pues métete. De lo contrario, cada mono a su palmera.
No hay cosa que deteste más que el metido con disimulo. Tengo una compañera de trabajo que tiene una técnica horriblemente descarada. Viene a tu escritorio en busca de un mate, y en el interín en que se lo servís... te chusmea la computadora. Eso no debería estar permitido. Lo que yo haga con mi computadora, en mi escritorio, con mi mouse o la mierda que sea, pertenece a mi vida y si yo no te muestro lo que estoy viendo tal vez sea porque no quiero que lo veas. Mona, vos a tu palmera.
También está el metido colaborador. Es aquel que te ve con la guía de los colectivos en la mano y siempre, pero siempre, te pregunta dónde vas y te explica cómo ir. A las personas como a mi, con desorientación absoluta, nos encanta plantearnos como desafío ir a un lugar nuevo con la guía de los colectivos y sin preguntarle nada a nadie. Entonces en el medio de la odisea, cuando sentís que todo está adquiriendo sentido porque Paraguay sube para el lado donde tendría que subir, cuando tu nariz husmea entre las páginas de la guía y la ventanilla del colectivo siguiendo el recorrido, ahí aparece el metido. Husmea junto a vos, trata de adivinar donde vas y como no lo descubre, te lo pregunta. Y ahí nomás, tu hermosa odisea vuelve a ser un simple viaje en colectivo a un lugar que el soquete ya te dijo dónde queda.
Los metidos de la espera. Aparecen en el ascensor, en la antesala del médico, en la cola del supermercado o en el banco. Aparecen y comentan sobre: el clima (o la humedad), el mal servicio que se brinda en el lugar específico donde estemos esperando, alguno más osado te habla del gobierno y el campo. Pero hay otros mucho peores que no contentos con haberte sacado de tu introspección esperativa, empiezan a preguntarte qué te vas a hacer en el médico, por qué comprás leche descremada (“si dicen que ers cancerígena”), qué hacés de tu vida, dónde trabajás, tenés novio, tengo un hijo de tu edad, casi abogado, lo tendrías que conocer. O el del libro. Que ve que lees un libro y te pregunta si está bueno, de qué se trata, quién es el autor, si lo compraste o te lo regalaron. Metidos, todos metidos.
Para las personas tímidas, como yo, no hay cosa peor que encotnrarse con un metido. Los tímidos no poseemos la capacidad de echarles algún veneno con la mirada o decirles alguna palabra que los deje mudos. Los tímidos nos limitamos a contarle al colaborador dónde vamos para que pueda explicarnos cómo llegar, o le damos el número de teléfono a la del consultorio para que se lo pase al hijo (rogando que lo pierda), o hablamos del calor, del frío y de lo que mata es la humedad. Si viene nuestra compañera tratamos de cerrar el navegador a toda velocidad y si no llegamos le decimos que sí, que nos gusta ver pornografía.
No faltará alguno que piense que soy una pelotuda por dejar que se metan en mis asuntos. Pues no es así. El problema no está en que yo sea tímida o, incluso te diría, cortés. El problema está en que la gente no aprendió que no hay que meter las narices donde nadie te invitó a oler.
Nota aclaratoria: No nombro a los metidos vendedores porque de ellos ya se encargaron, y hasta el hartazgo, los de la publicidad del "Estoy mirando". Lo mio es una cuestión puramente ideológica.
Existe algo llamado libertad individual. Cuando era chica, mi madre solía decirme: “Tu libertad termina donde empieza la libertad del otro”. Podemos decir, entonces, que existe una especie de barrera invisible, que delimita tu libertad de la mia (vos allá, yo acá). Un límite.
Existe también, dentro de la concepción del límite, la frontera. La frontera es el lugar alrededor del límite, más o menos dos cuadras a la redonda. Es el lugar en que tu libertad y la mia se cruzan.
La frontera de las libertades es la más difícil de delimitar y, en reiteradas ocasiones, confunde al otro. Sólo gente medianamente inteligente entiende hasta dónde puede llegar sin molestar al otro, sin invadir su libertad. Para pasar de mi libertad a la libertad del otro necesito pasaporte. No puedo meterme como si nada, porque estoy invadiéndolo, me estoy metiendo en su vida, en su libertad.
El pasaporte a la libertad ajena sólo puede ser entregado por el dueño de esa libertad. Si un sujeto te habilita para que te metas en sus cosas, pues métete. De lo contrario, cada mono a su palmera.
No hay cosa que deteste más que el metido con disimulo. Tengo una compañera de trabajo que tiene una técnica horriblemente descarada. Viene a tu escritorio en busca de un mate, y en el interín en que se lo servís... te chusmea la computadora. Eso no debería estar permitido. Lo que yo haga con mi computadora, en mi escritorio, con mi mouse o la mierda que sea, pertenece a mi vida y si yo no te muestro lo que estoy viendo tal vez sea porque no quiero que lo veas. Mona, vos a tu palmera.
También está el metido colaborador. Es aquel que te ve con la guía de los colectivos en la mano y siempre, pero siempre, te pregunta dónde vas y te explica cómo ir. A las personas como a mi, con desorientación absoluta, nos encanta plantearnos como desafío ir a un lugar nuevo con la guía de los colectivos y sin preguntarle nada a nadie. Entonces en el medio de la odisea, cuando sentís que todo está adquiriendo sentido porque Paraguay sube para el lado donde tendría que subir, cuando tu nariz husmea entre las páginas de la guía y la ventanilla del colectivo siguiendo el recorrido, ahí aparece el metido. Husmea junto a vos, trata de adivinar donde vas y como no lo descubre, te lo pregunta. Y ahí nomás, tu hermosa odisea vuelve a ser un simple viaje en colectivo a un lugar que el soquete ya te dijo dónde queda.
Los metidos de la espera. Aparecen en el ascensor, en la antesala del médico, en la cola del supermercado o en el banco. Aparecen y comentan sobre: el clima (o la humedad), el mal servicio que se brinda en el lugar específico donde estemos esperando, alguno más osado te habla del gobierno y el campo. Pero hay otros mucho peores que no contentos con haberte sacado de tu introspección esperativa, empiezan a preguntarte qué te vas a hacer en el médico, por qué comprás leche descremada (“si dicen que ers cancerígena”), qué hacés de tu vida, dónde trabajás, tenés novio, tengo un hijo de tu edad, casi abogado, lo tendrías que conocer. O el del libro. Que ve que lees un libro y te pregunta si está bueno, de qué se trata, quién es el autor, si lo compraste o te lo regalaron. Metidos, todos metidos.
Para las personas tímidas, como yo, no hay cosa peor que encotnrarse con un metido. Los tímidos no poseemos la capacidad de echarles algún veneno con la mirada o decirles alguna palabra que los deje mudos. Los tímidos nos limitamos a contarle al colaborador dónde vamos para que pueda explicarnos cómo llegar, o le damos el número de teléfono a la del consultorio para que se lo pase al hijo (rogando que lo pierda), o hablamos del calor, del frío y de lo que mata es la humedad. Si viene nuestra compañera tratamos de cerrar el navegador a toda velocidad y si no llegamos le decimos que sí, que nos gusta ver pornografía.
No faltará alguno que piense que soy una pelotuda por dejar que se metan en mis asuntos. Pues no es así. El problema no está en que yo sea tímida o, incluso te diría, cortés. El problema está en que la gente no aprendió que no hay que meter las narices donde nadie te invitó a oler.
Nota aclaratoria: No nombro a los metidos vendedores porque de ellos ya se encargaron, y hasta el hartazgo, los de la publicidad del "Estoy mirando". Lo mio es una cuestión puramente ideológica.
3 comentarios:
Totalmente de acuerdo.
Besos
Es cierto. Por suerte no soy solo tímido, sino que además soy antisociable, lo cual muchas veces me evita disgustos con los metidos.
Querido culpable: no hay nada, pero nada peor que una buena cara de orto en el momento justo. Evista disgustos todo el tiempo.
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